El Renacimiento
EL RENACIMIENTO
La gran dificultad que se le presenta al historiador del cartesianismo es la de encontrar el entronque de Descartes con la filosofía precedente. No es bastante, claro está, señalar literales coincidencias entre Descartes y San Anselmo. Ni hacer notar minuciosamente que ha habido en los siglos XV y XVI tales o cuales filósofos que han dudado, y hasta elogiado la duda, o que han hecho de la razón natural el criterio de la verdad, o que han escrito sobre el método, o que han encomiado las matemáticas. Nada de eso es antecedente histórico profundo, sino a lo sumo concordancias de poca monta, superficiales, externas, verbales. En realidad Descartes, como dice Hamelin, «parece venir inmediatamente después de los antiguos».
Pero entre Descartes y la escolástica hay un hecho cultural —no sólo científico— de importancia incalculable: el Renacimiento. Ahora bien: el Renacimiento está en todas partes más y mejor representado que en la filosofía. Está eminentemente expreso en los artistas, en los poetas, en los científicos, en los teólogos, en Leonardo da Vinci, en Ronsard, en Galileo, en Lutero, en el espíritu, en suma, que orea con un nuevo aliento las fuerzas todas de la producción humana. A este espíritu renacentista hay que referir inmediatamente la filosofía cartesiana. Descartes es el primer filósofo del Renacimiento.
La Edad Media no ha sido, como muchos creen, una época bárbara y oscura. En el juicio vulgar sobre ese período hay un error de perspectiva o, mejor dicho, un error de visión, que proviene de que la gran fogata del Renacimiento ciega y deslumbra, impidiendo ver bien lo que queda allende la llamarada. El Renacimiento es una época de crisis; es decir, época en que las convicciones vitales de los siglos anteriores se resquebrajan, cesan de regir, dejan de ser creídas. El quebrantamiento de la unidad religiosa, el descubrimiento de la Tierra, la nueva concepción del sistema solar, la admiración por el arte, la vida y la filosofía de los antiguos, los intentos reiterados de desenvolver una sensibilidad nueva en la producción artística, poética, científica, son otros tantos síntomas inequívocos de la gran crisis por que atraviesa la cultura europea. El Renacimiento se presenta, pues, primero como un acto de negación; es la ruptura con el pasado, es la crítica implacable de las creencias sobre las que la humanidad venía viviendo. El realismo aristotélico, que servía de base a ese conjunto de convicciones, perece también con ellas. Recibe día tras día durísimos certeros golpes. El hombre del Renacimiento se queda entonces sin filosofía. Mas el hombre no puede vivir sin filosofía; porque cuando le falta una convicción básica en que apoyar las plantas, siéntese perdido y como náufrago en el piélago de la incertidumbre. Esta angustia intolerable de la duda ha sido magistralmente descrita por Descartes en las primeras líneas de la segunda meditación metafísica: «La meditación que hice ayer me ha llenado el espíritu de tantas dudas, que ya no me es posible olvidarlas. Y sin embargo, no veo de qué manera voy a poder resolverlas; y como si de pronto hubiese caído en unas aguas profundísimas, quedóme tan sorprendido, que ni puedo afirmar los pies en el fondo, ni nadar para mantenerme sobre la superficie. Haré un esfuerzo, sin embargo, y seguiré por el mismo camino que ayer emprendí, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la menor duda, como si supiese que es absolutamente falso, y continuaré siempre por ese camino hasta que encuentre algo que sea cierto o, por lo menos, si otra cosa no puedo, hasta que haya averiguado con certeza que nada hay cierto en el mundo. Arquímedes, para levantar la tierra y transportarla a otro lugar, pedía solamente un punto de apoyo firme e inmóvil; también tendré yo derecho a concebir grandes esperanzas si tengo la fortuna de hallar sólo una cosa que sea cierta e indudable.»
Así el Renacimiento es, por una parte, la negación de todo el pasado filosófico. Mas por otra parte es también el angustioso afán de encontrar un nuevo «punto de apoyo» capaz de salvar al hombre, a la cultura, del gran naufragio. Descartes satisface este afán de salvación. Descartes descubre la base «firme e inmóvil» para un nuevo filosofar. Con Descartes comienza la segunda navegación del pensamiento filosófico.
Pero cuando Descartes replantea en su origen el problema primero de la filosofía, el mundo y el hombre ya no son los mismos que en tiempos de Parménides o de Platón. Han transcurrido veinte siglos de vida histórica filosófica. El pensamiento ya no tiene la virginidad, la inocencia primitiva. No nace del puro anhelo de saber, sino de un anhelo de saber que viene prevenido por el tremendo fracaso de una filosofía multisecular. Todo el pretérito presiona ahora sobre el presente, imponiéndole condiciones nuevas. Y principalmente la condición de evitar el error, la necesidad de proceder con máxima cautela, la obligación de preferir una sola verdad «cierta» a muchas conjeturas dudosas y de practicar en la marcha hacia adelante la más radical desconfianza.
El pensamiento de Descartes está, pues, con la filosofía precedente en una conexión histórica real muy distinta y mucho más profunda de lo que suele creerse. La dificultad, que señalábamos, de encontrar el entronque de Descartes con la filosofía anterior, procede de que se busca —al parecer en vano— lo que positivamente debe Descartes a sus antecesores o los gérmenes positivos de cartesianismo que haya en los antecesores de Descartes. Pero ni una cosa ni otra constituyen aquí la esencia de la coyuntura histórica. La filosofía de Descartes se origina en la crisis del realismo aristotélico. Es una verdadera repristinación de la filosofía. Depende, pues, de la filosofía precedente en el sentido de que el fracaso del aristotelismo la obliga a plantear de nuevo en su origen el problema del ser; y también en el sentido de que, aleccionada, condicionada por el pretérito, ha de iniciar ahora un pensamiento cauteloso, prudente, desconfiado y resuelto a una actitud metódica, reflexiva, introvertida, frente a la espontaneidad ingenua y «natural» del realismo aristotélico. Y así Descartes es conducido por la coyuntura histórica misma, a poner las bases del idealismo filosófico, que es una actitud insólita, difícil y contraria a la propensión natural del hombre.