Cumbres borrascosas

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIII

Dos meses estuvieron ausentes los fugitivos. En esos dos meses la señora Linton se enfrentó y venció el peor ataque de lo que llamaban fiebre cerebral. Ninguna madre pudo haber cuidado jamás a un hijo único con más devoción de la que Edgar desplegó con ella. La vigilaba día y noche y soportaba pacientemente todas las molestias que unos nervios irritados y una razón perturbada pueden infligir y, aunque Kenneth observó que lo que él había salvado de la tumba no recompensaría sus cuidados más que siendo una fuente de constante ansiedad futura —que, de hecho, estaba sacrificando su salud y fortaleza para salvar una mera ruina humana—, su gratitud y alegría no tuvieron límite cuando se declaró fuera de peligro la vida de Catherine. Pasaba hora tras hora sentado junto a ella observando el gradual retorno de la salud física y alimentando esperanzas demasiado optimistas con la ilusión de que su mente recobraría también el adecuado equilibrio y que pronto sería la misma de antes.

La primera vez que dejó la alcoba fue a principios del marzo siguiente. El señor Linton había puesto por la mañana un manojo de doradas flores de azafrán sobre su almohada. Sus ojos, tanto tiempo ajenos a cualquier destello de belleza, los vieron al despertar y brillaron de alegría al tiempo que los recogía entusiasmada.

—Éstas son las primeras flores de las Cumbres —exclamó—. Me recuerdan los suaves vientos del deshielo, la cálida luz del sol y la nieve casi fundida. Edgar, ¿no sopla el viento del sur?, ¿no se ha ido casi la nieve?

—La nieve ha desaparecido del todo por aquí, cariño —respondió su marido—, sólo se ven dos manchas blancas en toda la línea de los páramos. El cielo está azul, las alondras cantan y los riachuelos y arroyos están llenos hasta los bordes. Catherine, la primavera pasada por esta época, estaba deseando tenerte bajo este techo, ahora desearía que estuvieras a una o dos millas por esas colinas. El aire sopla allí tan suave que creo que te curaría.

—Ya no iré allí más que una vez —respondió la inválida—, entonces tú me dejarás y allí quedaré para siempre. La próxima primavera de nuevo desearás tenerme bajo este techo y mirarás hacia atrás y pensarás que hoy eras feliz.

Linton le prodigó las caricias más tiernas y trató de alegrarla con las palabras más cariñosas, pero ella, mirando distraídamente las flores, dejó que las lágrimas se le agolparan en los ojos y que corrieran por sus mejillas sin hacerlas caso. Sabíamos que estaba realmente mejor. Por lo tanto, decidimos que la larga reclusión en un solo lugar era en gran medida la causa de su decaimiento y que podría desaparecer en parte con un cambio de escenario. El amo me mandó que encendiera fuego en la salita, abandonada durante tantas semanas, y que pusiera una butaca al sol junto a la ventana. Luego la bajó y estuvo sentada mucho rato disfrutando del agradable calor y, como esperábamos, reanimada por los objetos que la rodeaban que, aunque familiares, estaban libres de las tristes asociaciones que impregnaban su odiada alcoba de enferma. Por la tarde parecía muy cansada, pero no hubo forma de convencerla de que volviera a su habitación, y tuve que hacerle la cama en el sofá de la salita hasta que se pudiera preparar otra habitación. Para evitar el cansancio de subir y bajar las escaleras, acomodamos ésta donde usted está ahora, en el mismo piso que la salita, y pronto estuvo lo suficientemente fuerte para ir de la una a la otra apoyada en el brazo de Edgar. Ah, hasta yo misma pensé que quizá se recuperara dado lo bien cuidada que estaba. Y había un doble motivo para desearlo, porque de su vida dependía otra: acariciábamos la esperanza de que en breve el corazón del señor Linton se alegraría y sus tierras se librarían de garras ajenas gracias al nacimiento de un heredero.

Debo mencionar que Isabella envió a su hermano, unas seis semanas después de su partida, una breve nota anunciándole su casamiento con Heathcliff. Parecía seca y fría, pero al final había escritas a lápiz confusas disculpas y un ruego de amable recuerdo y reconciliación, si su conducta le había ofendido, asegurando que no lo había podido evitar entonces y, una vez hecho, no tenía poder para deshacerlo. Linton creo que no la contestó. A los quince días recibí yo una larga carta, que consideré rara por proceder de la pluma de una recién casada que acababa de concluir su luna de miel. Se la leeré porque aún la guardo. Cualquier reliquia de un muerto es preciosa si se le estimaba en vida.

Querida Ellen —empieza—:

Anoche llegué a Cumbres Borrascosas y supe por primera vez que Catherine ha estado, y aún está, muy enferma. Supongo que no debo escribirle a ella, y que mi hermano está o demasiado enfadado, o demasiado triste, para contestar a la que yo le mandé. Pero a alguien tengo que escribir, y la única persona que me queda eres tú.

Dile a Edgar que daría el mundo entero por verle la cara de nuevo, que mi corazón se volvió a la Granja de los Tordos a las veinticuatro horas de haberla dejado, y allí está en este momento, lleno de cálidos sentimientos hacia él y hacia Catherine,

pero no puedo seguirlo

(estas palabras están subrayadas), así que no tienen por qué esperarme y pueden sacar la conclusión que quieran, cuidando, no obstante, de no achacar nada a mi débil voluntad o a falta de cariño.

El resto de la carta es para ti sola. Deseo hacerte dos preguntas. La primera es: ¿cómo te las arreglaste, mientras vivías aquí, para conservar los afectos comunes a la naturaleza humana? No puedo reconocer ningún sentimiento que compartan conmigo los que me rodean.

La segunda pregunta, en la que tengo gran interés, es ésta: ¿es el señor Heathcliff un hombre? Y si es así, ¿está loco? Y si no lo está, ¿es un demonio? No te diré las razones para hacerte estas preguntas, pero te ruego que me expliques, si puedes, con qué ser me he casado, quiero decir cuando vengas a verme, porque tienes que venir muy pronto, Ellen. No me escribas, pero ven, y tráeme algo de parte de Edgar.

Ahora te voy a contar cómo me han recibido en mi nueva casa, que serán las Cumbres como se me ha dado a entender. Me detengo en temas como la falta de comodidades externas por divertirme, porque nunca ocupan mis pensamientos salvo en el momento que las echo de menos. Reiría y bailaría de alegría si descubriera que su ausencia es la causa de todas mis desgracias, y lo demás un sueño poco normal.

El sol se puso detrás de la Granja cuando doblamos hacia los páramos, por lo que supuse que serían las seis. Mi compañero hizo un alto de media hora para inspeccionar el parque, los jardines y probablemente la casa, tan bien como pudo, por eso era ya de noche cuando descabalgamos en el patio pavimentado de las Cumbres, y su viejo compañero de servicio, Joseph, salió a recibirnos a la luz de una vela de sebo. Lo hizo con una cortesía que dice mucho a su favor. Su primer acto consistió en levantar su antorcha a la altura de mi rostro, bizquear maliciosamente, sacar su labio inferior y marcharse. Luego cogió los dos caballos y los llevó al establo; reapareció para cerrar la verja exterior, como si viviéramos en un viejo castillo.

Heathcliff se quedó a hablar con él y yo entré en la cocina… un antro sucio y desordenado que tú no reconocerías, tanto ha cambiado desde que estaba a tu cargo. Junto al fuego había un chico rufianesco, de fuertes músculos y sucio ropaje, con un aire a Catherine en los ojos y en la boca. «Éste es el sobrino político de Edgar —pensé—, el mío, en cierto modo. Debo darle la mano y… sí…, un beso. Es bueno establecer buenas relaciones al principio».

Me acerqué e intentando coger su mano regordeta dije:

—¿Cómo estás, cariño?

Contestó en una jerga que no entendí.

—¿Seremos buenos amigos, Hareton? —fue mi segundo intento de conversación.

Un juramento y la amenaza de azuzar contra mí a Throttler si no «me largaba», recompensaron mi insistencia.

—¡Eh, Throttler, muchacho! —murmuró el sinvergüenza, levantando a un bulldog mestizo de su guarida en un rincón—. Bien, ¿te vas a quedar? —preguntó autoritariamente.

El instinto de conservación me impulsó a obedecer y retrocedí hasta el umbral a la espera de que entraran los otros. Al señor Heathcliff no se le veía por ninguna parte y Joseph, al que seguí hasta el establo y pedí que me acompañara a casa, después de mirarme y murmurar algo para sí, arrugó las narices y contestó:

—¡Humm, humm, humm! ¿Oyó ningún cristiano nada semejante? ¡Remilgada y pomposa! ¿Cómo puedo saber lo que dice?

—Digo que quiero que me acompañe a la casa —grité, creyéndole sordo y muy disgustada por su grosería.

—¡Yo, ni hablar! Tengo otras muchas cosas que hacer —respondió y continuó con su trabajo moviendo entre tanto sus chupadas mandíbulas y observando mi traje y mi rostro (el primero demasiado elegante, el segundo, estoy segura, tan triste como él podía desear) con soberano desprecio.

Di la vuelta al patio y, a través de un portillo, llegué a una puerta a la que me tomé la libertad de llamar, con la esperanza de que apareciera otro criado más cortés. Al cabo de una corta espera la abrió un hombre alto, descarnado, sin pañuelo al cuello, y por lo demás muy desaliñado. Sus facciones se perdían en masas de pelo hirsuto que le caían sobre los hombros y los ojos también se parecían a los de una fantasmal Catherine, con toda su belleza aniquilada.

—¿Qué pinta usted aquí? —preguntó con aspereza—. ¿Quién es usted?

—Mi nombre era Isabella Linton —respondí—. Usted me ha visto antes de ahora, señor. Me he casado hace poco con el señor Heathcliff y él me trajo aquí… supongo que con su permiso.

—¿Entonces ha vuelto? —preguntó el ermitaño con un brillo de lobo hambriento en los ojos.

—Sí… acabamos de llegar —dije yo—, pero me dejó en la puerta de la cocina y, cuando iba a entrar, su hijo estaba allí haciendo de Centinela, y me asustó con la ayuda del bulldog.

—Está bien que el maldito canalla haya cumplido su palabra —gruñó mi futuro anfitrión, escudriñando en la oscuridad detrás de mí, como esperando descubrir a Heathcliff. Luego se entregó a un soliloquio de maldiciones y de amenazas de lo que hubiera hecho si aquel «diablo» le hubiera engañado.

Me arrepentí de haber intentado esta segunda entrada y estaba a punto de escabullirme antes de que terminara sus maldiciones, pero antes de que pudiera ejecutar mis intenciones, me mandó entrar, cerró la puerta y pasó el cerrojo. Había un buen fuego, y ésa era toda la luz de la enorme sala cuyo suelo se había vuelto de un gris uniforme y los platos de peltre, antaño relucientes, que solían atraer mi mirada cuando era niña, participaban de la misma oscuridad a causa de la suciedad y del polvo. Pregunté si podía llamar a la criada para que me llevara a mi habitación. El señor Earnshaw no se dignó responder. Se paseaba arriba y abajo, con las manos en los bolsillos, al parecer olvidado por completo de mi presencia. Y su abstracción era evidentemente tan profunda y todo su aspecto tan misantrópico, que no me atreví a volver a molestarle.

No te sorprenderá, Ellen, que me sintiera especialmente triste, sentada, mucho peor que en soledad, en aquel hogar inhóspito, y recordando que a cuatro millas de distancia estaba mi acogedora casa, que alberga a las únicas personas que quiero en el mundo. Daría igual que nos separara el Atlántico, en lugar de cuatro millas: ¡no podría recorrerlas! Me preguntaba a mí misma adónde dirigirme en busca de consuelo —cuidado, no se lo cuentes a Edgar ni a Catherine—, y sobre todas mis penas se levantaba la más importante: la desesperación de no encontrar a nadie que pudiera o quisiera ser mi aliado contra Heathcliff. Había buscado refugio en Cumbres Borrascosas casi con alegría, porque así me aseguraba no tener que vivir sola con él, pero él conocía a las gentes entre las que veníamos a vivir y no temía su intromisión.

Pasé sentada y meditando un horror de tiempo. El reloj dio las ocho, y las nueve, y todavía mi compañero seguía paseándose de acá para allá, la cabeza inclinada sobre el pecho, en absoluto silencio, salvo que se le escapara de vez en cuando un gruñido o una amarga exclamación. Escuché por si detectaba la voz de una mujer en la casa, y mientras tanto me abrumaron locos pesares y tristes presentimientos que al fin se expresaron en suspiros y llanto irreprimibles. No me di cuenta de lo manifiesto que era mi dolor hasta que Earnshaw se paró delante de mí y me echó una mirada de recién despertada sorpresa. Aprovechando su recuperada atención dije:

—Estoy muy cansada del viaje y quiero ir a la cama. ¿Dónde está la criada? Dígame dónde encontrarla, ya que ella no viene aquí.

—No tenemos ninguna —respondió—. ¡Tendrá que cuidar de sí misma!

—Entonces, ¿dónde tengo que dormir? —sollocé—. Había perdido el sentido de mi propia dignidad, agotada por la fatiga y el desconsuelo.

—Joseph le mostrará la alcoba de Heathcliff —dijo—. Abra esa puerta… está allí.

Iba a obedecer, pero de repente me detuvo y añadió en el tono más extraño:

—Tenga la bondad de cerrar con llave y echar el cerrojo… ¡No deje de hacerlo!

—Bueno —respondí—, pero ¿por qué, señor Earnshaw? —no me hacía ninguna gracia la idea de encerrarme deliberadamente con Heathcliff.

—¡Mire! —replicó sacando del chaleco una pistola de curiosa factura, con una navaja de resorte con doble filo, unida al cañón—. Es una gran tentación para un hombre desesperado, ¿no es verdad? No puedo resistirme a subir con esto cada noche y probar a ver si la puerta está abierta. ¡Si un día la encuentro abierta, está perdido! Lo hago invariablemente, aunque un minuto antes haya recordado cien razones que me deberían refrenar. Es algún demonio que me insta a matarle desbaratando mis propios planes. Luche usted contra ese demonio por amor todo el tiempo que quiera, cuando llegue la hora, ¡ni todos los ángeles del cielo le salvarán!

Examiné el arma con curiosidad. Me asaltó una idea horrible. Qué poderosa me sentiría poseyendo semejante instrumento. Se la cogí de la mano y toqué la hoja. Pareció asombrado ante la expresión que adoptó mi rostro durante un breve segundo: no era de horror, era de codicia. Me la arrebató celosamente, cerró la navaja y la devolvió a su escondite.

—No me importa que se lo diga —dijo—, póngale en guardia y vigile. Ya veo que sabe en qué relaciones estamos, pues no le espanta el peligro que él corre.

—¿Qué le ha hecho Heathcliff? —pregunté—. ¿Qué daño le ha hecho que justifique ese odio espantoso? ¿No sería más prudente decirle que se fuera de la casa?

—¡No! —tronó Earnshaw—, si se propusiera dejarme es hombre muerto. Convénzale de que lo intente y se convertirá en una asesina. ¿He de perderlo todo sin posibilidad de recuperarlo? ¿Va a ser Hareton un mendigo? ¡Oh, maldición! ¡Lo recuperaré, y tendré su oro también, y luego su sangre, y el infierno tendrá su alma y, con él de huésped, será diez veces más negro que antes!

Tú, Ellen, me habías puesto al corriente de las costumbres de tu antiguo amo. Está sin duda al borde de la locura. Lo estaba al menos la noche pasada. Me daban escalofríos al estar cerca de él y la maleducada grosería del criado me parecía, en comparación, agradable. Reanudó entonces su taciturno paseo y levanté el picaporte y escapé a la cocina. Joseph estaba inclinado sobre el fuego y miraba dentro de una olla enorme que se balanceaba encima de la lumbre, y había una escudilla de madera con harina de avena en el escaño junto a él. El contenido de la olla empezó a hervir y él se volvió para meter la mano en la escudilla. Me figuré que aquellos preparativos eran probablemente para nuestra cena y, como tenía hambre, decidí que sería comestible, así que grité bruscamente:

—¡Yo haré las gachas de avena!

Alejé la escudilla de su alcance, procedí a quitarme el sombrero y la ropa de montar y continué:

—El señor Earnshaw me dice que me las arregle por mi cuenta, y lo haré. No voy a hacer de señora entre ustedes porque me temo que moriría de hambre.

—¡Santo Dios! —murmuró, sentándose y pasando las manos por sus medias acanaladas desde la rodilla al tobillo—. Si es que va a haber nuevas órdenes… justo cuando me había acostumbrado a los dos amos, si es que voy a tener un ama sobre mi cabeza, ha llegado la hora de irme. Nunca creí que llegaría el día que tuviera que dejar la vieja casa… pero ahora veo que está cerca.

Estos lamentos no atrajeron mi atención. Me puse activamente al trabajo, suspirando al recordar aquella época en la que todo aquello hubiera sido una alegre diversión. Pero me vi obligada a desechar rápidamente tales recuerdos. Me torturaba evocar la pasada felicidad y cuanto mayor era el peligro de evocar su aparición, más rápidamente giraba la espátula y más rápidamente caían los puñados de comida en el agua. Joseph miraba mi estilo de cocinar con creciente indignación.

—¡Vaya! —exclamó—. Hareton, esta noche no vas a cenar tus gachas de avena. No habrá más que grumos tan grandes como mi puño. ¡Vaya, otra vez! ¡Yo que usted echaría hasta la escudilla y todo! Vaya, échelo todo de una vez y habrá terminado. Pim, pam. ¡Milagro que no se ha reventado el fondo!

Aquello era un amasijo, lo confieso, cuando lo vertí en los tazones. Había cuatro preparados, y un jarro de leche fresca que trajeron de la granja. Hareton lo cogió y empezó a beber derramándola por la comisura del labio. Le reñí y le dije que debería tomar la suya en una taza, afirmando que yo no podría probar ese líquido tratado con tanta suciedad. Al viejo cínico le dio por ofenderse mucho por este remilgo, asegurándome una y otra vez que «el chico valía tanto como yo» y «estaba tan sano», y extrañándose de cómo podía ser yo tan engreída. Mientras tanto, el pequeño rufián continuaba chupando y me miraba ceñudo, en son de desafío, mientras babeaba dentro del jarro.

—Tomaré la cena en otra habitación —dije—. ¿No tienen un sitio que haga de salita?

—¡Salita! —repitió burlándose—. ¡Salita! No, no tenemos salitas. Si no le gusta nuestra compañía tiene la del amo, y si no le gusta la del amo, aquí estamos nosotros.

—¡Entonces me iré arriba! —respondí yo—. Enséñeme una habitación.

Puse mi taza en una bandeja y fui yo misma a buscar más leche. Rezongando mucho el hombre se levantó y me precedió escaleras arriba. Subimos hasta las buhardillas y de vez en cuando abría una puerta para inspeccionar las habitaciones por las que pasábamos.

—Aquí hay un cuarto —dijo al fin, abriendo un tablón vacilante sobre sus goznes—. Bastará para tomar las gachas de avena. Hay un montón de grano en aquel rincón, allí, bastante limpio y, si tiene miedo de ensuciar su vestido de seda, extienda su pañuelo por encima.

El «cuarto» era una especie de trastero que olía fuertemente a malta y a grano. Varios sacos de esas materias estaban apilados alrededor dejando un amplio espacio vacío en el centro.

—¡Vamos, hombre! —exclamé, mirándole enfadada—. Éste no es un sitio para dormir. Quiero ver mi dormitorio.

—¡Dormitorio! —repitió en tono de guasa—. Ya ve todos los dormitorios que hay aquí… aquél es el mío.

Y señaló un segundo desván que sólo se diferenciaba del primero en que las paredes estaban más desnudas y que tenía en un extremo una cama grande, baja, sin cortinas y con una colcha color añil en un extremo.

—¡Qué me importa a mí el suyo! —repliqué—. Supongo que el señor Heathcliff no se aloja en la buhardilla de la casa, ¿no es así?

—¡Ah, es la del señor Heathcliff la que usted quiere! —dijo, como si hiciera un descubrimiento—. Podía haberlo dicho antes, y entonces yo le hubiera dicho que perdía el tiempo, porque es la única que no se puede ver… la tiene siempre cerrada y nadie más que él puede entrar.

—Bonita casa tienen ustedes, Joseph —no pude por menos de observar—, y agradables sus habitantes. Creo que la esencia concentrada de toda la locura del mundo se albergó en mi cabeza el día que uní mi destino al de ellos. Pero no hace al caso… tiene que haber otras habitaciones. ¡Por todos los santos, dese prisa y deje que me acomode en alguna parte!

No respondió a esta imprecación, se limitó a bajar con obstinada pesadez los escalones de madera y a detenerse ante una habitación que, por la forma de pararse y la buena calidad de los muebles, conjeturé que era la mejor. Había una alfombra, buena, pero con el dibujo borrado por el polvo; una chimenea con adornos de papel que se caían a pedazos; una hermosa cama de madera de roble con amplias cortinas rojas de tela cara y corte moderno, pero que habían sufrido un evidente maltrato: las cenefas colgaban en festones, arrancadas de sus anillas, y la barra de hierro que las sujetaba estaba arqueada por un lado, haciendo que las cortinas se arrastraran por el suelo. Las sillas también estaban estropeadas, muchas considerablemente, y profundas muescas deformaban las tablas de las paredes. Estaba tratando de armarme de valor para entrar y tomar posesión de ella, cuando el loco de mi guía anunció:

—Ésta es la del amo.

Para entonces la cena se había enfriado, se me había ido el apetito y agotado la paciencia. Insistí en que me proporcionaran inmediatamente un sitio de refugio y medios de reposo.

—¿Dónde diablos? —empezó el viejo beato—. ¡Que Dios nos bendiga! ¡Que Dios nos perdone! ¿Adónde demonios quiere ir?, ¡nimiedad consentida e insoportable! Ya lo ha visto todo, salvo el pedazo de alcoba de Hareton. No hay otro rincón en la casa para acostarse.

Estaba tan enfadada que tiré al suelo la bandeja y su contenido, luego me senté en el rellano de la escalera, me tapé la cara con las manos y me eché a llorar.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Joseph—. ¡Bien hecho, señorita Isabella! ¡Bien hecho, señorita Isabella! Que el amo se tropiece con esos cacharros rotos y entonces oiremos algo, oiremos lo que haya que oír. ¡Inútil! Merecería estar ayunando hasta Navidad. ¡Tirar los preciosos dones de Dios por los suelos en sus horribles rabietas! Pero si no me equivoco no le van a durar mucho. ¿Cree que Heathcliff va a aguantar tan bonitas maneras? Ojalá la hubiera cogido en esta rabieta, ojalá.

Y así siguió regañándome según bajaba a su madriguera, llevándose la vela y dejándome a oscuras. El momento de reflexión que siguió a aquella acción estúpida me obligó a admitir la necesidad de sofocar mi orgullo, contener la ira, y ocuparme de reparar sus efectos. Un inesperado auxilio se me presentó al poco en la forma de Throttler, a quien ahora reconocía como el hijo de nuestro viejo Skulker. Había pasado su época de cachorro en la Granja y mi padre se lo había dado a Hindley. Me figuro que me conoció. Frotó el hocico contra mi nariz a modo de saludo y se apresuró a devorar las gachas de avena, mientras yo iba a tientas de escalón en escalón recogiendo los cacharros rotos y secando con mi pañuelo las manchas de leche del pasamanos. Apenas habíamos terminado nuestra tarea cuando oí los pasos de Earnshaw en el corredor. Mi ayudante escondió el rabo y se apretó contra la pared, yo me oculté en la puerta más próxima. El perro fracasó en su intento de evitarle, como supuse por las carreras que oí por abajo y los prolongados y lastimeros aullidos. Yo tuve mejor suerte: pasó, entró en su habitación y cerró la puerta. Inmediatamente subió Joseph con Hareton para acostarle. Yo había encontrado refugio en el cuarto de Hareton y el viejo, al verme, dijo:

—Ya hay sitio en la sala para los dos: usted y su orgullo. Está vacía, puede quedársela toda para usted, y para Él, ¡ay! que hace de tercero en tan mala compañía.

Aproveché contenta esa indicación y al minuto de caer sobre una silla junto al fuego, di una cabezada y me dormí. Mi sueño fue profundo y dulce, aunque breve. El señor Heathcliff me despertó. Acababa de llegar y me preguntó, en su cariñoso estilo, qué hacía allí. Le dije que la causa de estar levantada hasta tan tarde era que él tenía la llave de nuestra habitación en el bolsillo. El adjetivo nuestro le hirió mortalmente. Juró que no era mío ni lo sería nunca y que…, pero no repetiré su lenguaje, ni describiré su conducta habitual. Es ingenioso e incansable tratándose de ganar mi aborrecimiento. A veces mi asombro ante él es tan intenso que atenúa el miedo que le tengo, con todo, te aseguro que un tigre o una serpiente venenosa no me producirían un terror igual al que él despierta en mí. Me contó la enfermedad de Catherine, de la que acusó a mi hermano, prometiéndome que me hará sufrir en su lugar hasta que pueda apoderarse de Edgar.

¡Le odio… soy muy desgraciada… he sido idiota! Cuidado con decir ni una sola palabra de todo esto en la Granja. Te esperaré todos los días… ¡No me defraudes!

ISABELLA

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