Cumbres borrascosas

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XI

A veces, cuando meditaba estas cosas en soledad, me he levantado presa de un súbito terror y me he puesto el sombrero para ir a ver cómo andaba todo por las Cumbres. He persuadido a mi conciencia de que era un deber advertirle de lo que decía la gente de su forma de vida. Luego he recordado sus arraigados vicios y, sin esperanzas de hacerle ningún bien, me he resistido a volver a entrar en aquella lúgubre casa dudando de poder soportar que diera crédito a mi palabra.

Una vez pasé por la antigua verja, desviándome de mi camino, cuando iba a Gimmerton. Era más o menos la época a la que he llegado en mi narración. Una tarde clara y helada, la tierra estaba desnuda y el camino seco y duro. Llegué a una piedra donde el camino se bifurca internándose en el páramo a la izquierda. Un tosco pilar de piedra arenisca con las letras C. B. grabadas en el lado norte, G. en el este, y G.T. en el suroeste, sirve de indicador para la Granja, las Cumbres y el pueblo. El sol brillaba amarillento sobre el remate gris del pilar, recordándome el verano, y no puedo decir por qué, pero, de pronto, un torrente de recuerdos infantiles brotó en mi corazón. Hindley y yo lo teníamos por nuestro lugar favorito veinte años atrás. Miré largo rato al bloque desgastado por el tiempo y, agachándome, vi, cerca de la base, un agujero todavía lleno de cáscaras de caracol y de guijarros que nos gustaba almacenar allí con cosas más perecederas. Me pareció ver, tan vivo como si fuera real, a mi primer compañero de juegos, sentado sobre la hierba marchita, su cabeza morena y cuadrada inclinada hacia adelante, y su manita escarbando la tierra con un trozo de pizarra.

—¡Pobre Hindley! —exclamé involuntariamente.

Me sobrecogí, la vista me engañó haciéndome creer momentáneamente que el niño levantaba la cara y miraba directamente a la mía. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos, pero inmediatamente sentí un deseo irresistible de estar en las Cumbres. La superstición me apremió a satisfacer ese impulso: «¿Y si hubiera muerto? —pensé—, ¿o fuera a morirse pronto?, ¿y si fuera un presagio de muerte?». Cuanto más me acercaba a la casa, mayor era mi agitación, y cuando la vi, temblaba de pies a cabeza. La aparición se me había adelantado y estaba mirando a través de la verja. Ésa fue mi primera idea al ver a un niño con rizos de duende y ojos castaños, que apoyaba su rubicundo rostro contra los barrotes. Una reflexión posterior me sugirió que debía de ser Hareton, mi Hareton, que no había cambiado gran cosa desde que le dejé hacía diez meses.

—¡Dios te bendiga, cariño! —grité, olvidando al instante mis locos temores—: Hareton, soy Nelly, Nelly, tu niñera.

Se retiró de mi alcance y cogió una piedra grande.

—He venido a ver a tu padre, Hareton —añadí, suponiendo por su acción que a Nelly, si es que aún vivía en su memoria, no la reconocía en mi persona.

Levantó su proyectil para lanzarlo. Yo empecé un discurso de apaciguamiento, pero no pude detener su mano. La piedra me dio en el sombrero y a continuación de los balbucientes labios del pequeño brotó una sarta de palabrotas que, las entendiera o no, estaban dichas con experimentado énfasis y distorsionaban sus facciones infantiles en una espantosa expresión de maldad. Puede usted estar seguro de que me dio más pena que ira. A punto de llorar, cogí una naranja del bolsillo y se la ofrecí para aplacarle. Dudó, y luego me la arrancó de la mano como si se imaginara que sólo quería tentarle y engañarle. Le enseñé otra, manteniéndola fuera de su alcance.

—¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, mi niño? —pregunté—. ¿El coadjutor?

—¡Maldito sea el coadjutor y tú! Dame eso —respondió.

—Dime dónde has aprendido esas lecciones y te lo daré —le dije yo—. ¿Quién es tu maestro?

—El diablo de papá —fue su respuesta.

—Y ¿qué aprendes de papá? —continué.

Saltó a la fruta. Yo la levanté más.

—¿Qué te enseña? —le pregunté.

—Nada —contestó—, sólo a estar lejos de él. Papá no me puede soportar porque le maldigo.

—¡Ah!, es el diablo el que te enseña a maldecir a papá —observé.

—Sí… no —dijo arrastrando las palabras.

—¿Quién, entonces?

—Heathcliff.

Le pregunté si quería al señor Heathcliff.

—Sí —contestó de nuevo.

Deseando saber las razones que tenía para quererle, sólo pude deducir las frases:

—No sé, devuelve a papá lo que me hace a mí… maldice a papá por maldecirme a mí. Dice que debo hacer lo que quiera.

—Entonces, ¿el coadjutor no te enseña a leer y a escribir? —continué.

—No, me dijeron que al coadjutor le meterían los… dientes por la… garganta si cruzaba el umbral. Heathcliff lo prometió.

Le puse la naranja en la mano y le pedí que fuera a decir a su padre que una mujer llamada Nelly Dean estaba esperando para hablar con él junto a la verja del jardín. Subió por el sendero y entró en la casa, pero en lugar de Hindley fue Heathcliff el que apareció en la puerta. Me di la vuelta al momento y corrí camino abajo, más deprisa de lo que había corrido nunca, sin parar hasta que llegué al mojón indicador y tan espantada como si hubiera visto un duende. Esto no tiene mucho que ver con el asunto de la señorita Isabella, salvo que me apremió más aún a montar una atenta guardia y a poner todos los medios de mi parte para detener la expansión de tan mala influencia en la Granja, incluso aunque desatara una tormenta doméstica contrariando los gustos de la señora Linton.

La siguiente vez que vino Heathcliff, mi señorita estaba por casualidad dando de comer a unas palomas en el patio. Hacía tres días que no había dirigido una palabra a su cuñada, pero también había abandonado sus quejumbrosos lamentos, lo que fue un gran alivio. Yo sabía que Heathcliff no tenía la costumbre de dedicar a la señorita Linton ni una sola cortesía innecesaria. Esta vez, en cuanto la vio, su primera precaución fue echar una rápida mirada de inspección a la fachada de la casa. Yo estaba junto a la ventana de la cocina, pero me retire para que no me viera. Entonces se le acercó cruzando el pavimento y dijo algo. Ella pareció aturdida y deseosa de marcharse. Para impedirlo él le puso la mano en el brazo. Isabella volvió el rostro. Aparentemente le hizo una pregunta que ella no quería contestar. Echó otra rápida mirada a la casa y, creyendo que nadie le veía, el sinvergüenza tuvo la impudicia de abrazarla.

—¡Judas! ¡Traidor! —exclamé—. Además eres un hipócrita, ¿no es verdad? Un impostor a sabiendas.

—¿Quién es, Nelly? —dijo la voz de Catherine junto a mi codo. Había estado demasiado interesada en vigilar a la pareja de fuera para darme cuenta de su entrada.

—¡Su indigno amigo! —contesté acalorada—. Ese velado sinvergüenza de ahí. Ah, nos ha visto… va a entrar. Me pregunto si tendrá la habilidad de encontrar una excusa plausible para cortejar a la señorita cuando le dijo a usted que la odiaba.

La señora Linton vio a su cuñada soltarse y correr hacia el jardín. Un minuto después Heathcliff abría la puerta. Yo no pude contener mi indignación, pero Catherine insistió airadamente en que me callara, y me amenazó con echarme de la cocina si me atrevía a ser tan presuntuosa como para dar rienda suelta a mi insolente lengua.

—¡Cualquiera que te oyera pensaría que eres el ama! —exclamó—. ¡Has de saber estar en tu sitio! Heathcliff, ¿qué pretendes levantando este alboroto? ¡Te dije que tenías que dejar a Isabella en paz…! ¡Te ruego que lo hagas, a no ser que estés cansado de que se te reciba aquí y quieras que Linton te cierre las puertas!

—¡No permita Dios que lo intente! —respondió el muy villano. En ese momento le aborrecí—. ¡Que Dios le conserve manso y paciente! ¡Cada día tengo más ganas de mandarle al cielo!

—¡Calla! —dijo Catherine cerrando la puerta interior—. No me irrites. ¿Por qué no has hecho caso de lo que te pedí? ¿Salió a tu encuentro a propósito?

—Y a ti qué te importa —gruñó él—. Tengo derecho a besarla, si ella quiere, y tú no tienes derecho a oponerte. ¡No soy tu marido, no tienes por qué estar celosa de mí!

—No estoy celosa de ti —contestó el ama—, estoy celosa por ti. ¡Pon buena cara y no me riñas! Si te gusta Isabella te casarás con ella. Pero ¿te gusta? ¡Di la verdad, Heathcliff! ¿Ves?, no contestas. ¡Estoy segura de que no te gusta!

—¿Y el señor Linton consentiría que su hermana se casara con este hombre? —pregunté.

—El señor Linton debería consentir —replicó mi señora con decisión.

—Podría evitarse la molestia —dijo Heathcliff—. Me las arreglaría igual sin su consentimiento. En cuanto a ti, Catherine, quisiera decirte unas palabras ahora que estamos en ello. Quiero que tengas en cuenta que sé que me has tratado de un modo infernal… ¡infernal! ¿Lo oyes? Y si te crees que no me doy cuenta, eres una necia; y si crees que puedo consolarme con dulces palabras, eres una idiota; y si te figuras que lo voy a soportar sin vengarme, te convenceré de lo contrario muy pronto. Mientras tanto, gracias por revelarme el secreto de tu cuñada. Juro que le sacaré el mayor partido posible. Y tú mantente al margen.

—¿Qué nueva fase de tu carácter es ésta? —exclamó la señora Linton asombrada—. ¡Te he tratado de un modo infernal, y te vengarás! ¿Cómo lo harás, bruto desagradecido? ¿Qué he hecho para darte ese trato infernal?

—No intento vengarme de ti —respondió Heathcliff con menos vehemencia—. Ése no es el plan. El tirano oprime a sus esclavos, pero ellos no se vuelven contra él, sino que aplastan a los que tienen debajo. Está bien que me tortures hasta la muerte para divertirte, sólo permíteme que yo me divierta un poco de la misma manera, y guardate de insultarme todo lo que puedas. Ya que has destruido mi palacio no levantes una choza y te complazcas en admirar tu propia caridad dándomela por hogar. ¡Si creyera que realmente querías que me casara con Isabella, me cortaría el cuello!

—Oh, lo malo es que no soy celosa, ¿verdad? —gritó Catherine—. Bueno, pues no volveré a ofrecerte esposa. Es tan malo como ofrecer a Satanás un alma perdida. Tu felicidad consiste, como la suya, en causar desgracias. Bien lo demuestras. Edgar se ha repuesto del mal humor al que se entregó a tu llegada. Yo empiezo a estar segura y tranquila, y tú, inquieto al sabernos en paz, pareces resuelto a provocar pelea. Peléate con Edgar, si te parece, Heathcliff, y engaña a su hermana, habrás dado con el método más eficaz de vengarte de mí.

La conversación cesó. La señora Linton se sentó junto al fuego, sofocada y sombría. El genio que la movía se estaba volviendo intratable y ella no podía acallarlo ni controlarlo. Él se quedó de pie junto al hogar, con los brazos cruzados, cavilando en sus malos propósitos, y en esa posición les dejé para ir a buscar al amo, que estaba preguntándose qué retenía a Catherine tanto tiempo abajo.

—Ellen —dijo cuando entré—, ¿ha visto usted a la señora?

—Sí, está en la cocina, señor —respondí—. Está muy enojada por la conducta del señor Heathcliff y, desde luego, estoy convencida de que ya es hora de plantear sus visitas de otro modo. Es peligroso ser demasiado blando, y ya ve a lo que hemos llegado… Y le conté la escena del patio y, con toda la exactitud a que me atreví, la disputa subsiguiente al completo. Me figuré que no podía ser muy perjudicial para la señora Linton, a no ser que se perjudicara ella asumiendo la defensa de su invitado. Edgar Linton tuvo dificultades para escucharme hasta el final. Sus primeras palabras revelaron que no eximía de culpa a su mujer.

—¡Esto es insufrible! —exclamó—. ¡Es vergonzoso que le tenga por amigo y que me imponga a mí su compañía! Ellen, que vengan dos hombres de la sala de los criados. Catherine no estará más tiempo discutiendo con ese rufián… bastante la he consentido.

Bajó, les pidió a los criados que esperaran en el pasillo y se dirigió, seguido por mí, a la cocina. Sus ocupantes habían reanudado su airada conversación. La señora Linton, al menos, le reñía con renovado vigor. Heathcliff se había ido a la ventana, con la cabeza baja, aparentemente algo acobardado por la violenta regañina. Fue el primero que vio al amo e hizo un rápido movimiento para que se callara, obedeciendo ella con brusquedad al descubrir el motivo de su insinuación.

—¿Qué es esto? —dijo Linton, dirigiéndose a ella—. ¿Qué idea tienes del decoro para seguir aquí, después del lenguaje que ha empleado contigo ese canalla? Supongo que como es su manera habitual de hablar, no le das importancia. Estás acostumbrada a su bajeza y quizá te imaginas que también yo puedo acostumbrarme.

—¿Has estado escuchando detrás de la puerta, Edgar? —preguntó el ama en un tono especialmente calculado para provocar a su marido, que implicaba a un tiempo indiferencia y desprecio por su irritación. Heathcliff, que había levantado los ojos al primer discurso, soltó una burlona risa al segundo, con el propósito, al parecer, de atraer hacia él la atención del señor Linton. Lo consiguió, pero Edgar no pensaba entretenerle con explosiones de cólera.

—Hasta ahora he sido tolerante con usted, señor —dijo tranquilamente—. No porque ignorara su miserable y degradado carácter, sino porque creía que sólo en parte era usted responsable. Como Catherine deseaba mantener amistad con usted, accedí… neciamente. Su presencia es un veneno moral que contaminaría al más virtuoso. Por eso, y para evitar peores consecuencias, le niego desde ahora la entrada en esta casa y le comunico ahora que exijo su partida inmediata. Tres minutos de retraso la convertirán en involuntaria e ignominiosa.

Heathcliff midió a su interlocutor de pies a cabeza con una mirada llena de sarcasmo.

—¡Cathy, este cordero tuyo amenaza como un toro! —dijo—. Corre el peligro de que se le parta el cráneo contra mis nudillos. Por Dios, señor Linton, lamento muchísimo que no valga la pena ni derribarlo de un puñetazo.

Mi amo miró hacia el pasillo y me hizo una seña para que fuera a buscar a los hombres. No tenía intención de aventurarse a un encuentro personal. Obedecí la indicación, pero la señora Linton, sospechando algo, me siguió y cuando traté de llamarles me empujó hacia atrás, dio un portazo y cerró con llave.

—¡Juego limpio! —dijo ella, en respuesta a la mirada de enojada sorpresa de su marido—. Si no tienes el valor de atacarle, presenta tus excusas o permite que te derrote. Esto te enseñará a no fingir más valor del que tienes. ¡No, tragaré la llave antes que dártela! ¡Deliciosa recompensa me dais por mi bondad con cada uno de vosotros! Después de la constante condescendencia con la débil naturaleza de uno y la malvada del otro, recojo, en agradecimiento, dos ejemplos de ciega ingratitud, estúpidos hasta el absurdo. Edgar, estaba defendiéndote a ti y a los tuyos y desearía que Heathcliff te azotara hasta enfermar por haberte atrevido a pensar mal de mí.

No necesitó que le azotaran para que se produjera ese efecto en el amo. Intentó arrebatar la llave de la garra de Cathy, quien para mayor seguridad la echó a la parte más ardiente del fuego, ante lo cual a Edgar le entró un temblor nervioso y la cara se le puso mortalmente pálida. Ni por su vida pudo evitar aquel ataque de emoción. Una mezcla de angustia y humillación le dominó por completo. Se apoyó en el respaldo de una silla y se tapó la cara.

—¡Santo cielo, en los viejos tiempos esto te hubiera valido la orden de caballería! —exclamó la señora Linton—. ¡Estamos vencidos! ¡Estamos vencidos! Así levantaría Heathcliff un dedo contra ti, como lanzaría un rey su ejército contra una colonia de ratones. ¡Ánimo! ¡No te hará daño! Tú no eres un cordero, sino un lebratillo sin destetar.

—¡Que te diviertas con este cobarde con leche en las venas, Cathy! —dijo su amigo—. Te felicito por tu gusto. Esta es la criatura servil y temblorosa que preferiste a mí. No le golpearé con el puño, pero experimentaría gran satisfacción dándole un buen puntapié. ¿Está llorando o se va a desmayar de miedo?

Se acercó y le dio un empujón a la silla en la que se apoyaba Linton. Más le hubiera valido mantener la distancia, porque mi amo se enderezó rápidamente y le asestó en el cuello un golpe que hubiera derribado a un hombre más débil. Dejó a Heathcliff sin aliento un minuto y, mientras estaba con ahogos, el señor Linton se fue por la puerta trasera al patio y de allí a la entrada principal.

—¡Vaya!, ya has acabado con tus visitas —exclamó Catherine—. Vete ahora. Volverá con un par de pistolas y media docena de ayudantes. Si nos ha oído, por supuesto que no te perdonará nunca. ¡Le has jugado una mala pasada, Heathcliff! ¡Vete… date prisa! Prefiero ver acorralado a Edgar antes que a ti.

—¿Supones que me voy a marchar con este golpe ardiéndome en la garganta? —atronó él—. ¡Por el diablo que no! ¡Le aplastaré las costillas, como a una avellana podrida, antes de cruzar el umbral! Si no le arrastro ahora por el suelo, le mataré alguna vez. Así que, como aprecias su vida, deja que me enfrente a él.

—No va a venir —intervine, mintiendo un poco—. Ahí están el cochero y los dos jardineros. Seguro que usted no esperará a que ellos le echen a la calle. Cada uno lleva un garrote, y lo más probable es que el amo vigile desde las ventanas de la salita para ver si cumplen sus órdenes.

Los jardineros y el cochero allí estaban, pero Linton estaba con ellos. Habían entrado ya en el patio. Heathcliff, pensándolo mejor, decidió evitar la lucha contra tres criados, cogió el atizador del fuego, hizo pedazos la cerradura de la puerta interior y escapó cuando los otros entraban.

La señora Linton, que estaba muy excitada, me pidió que la acompañara arriba. Desconocía ella mi contribución a aquel alboroto y yo estaba deseando mantenerla en la ignorancia.

—¡Estoy medio loca, Nelly! —exclamó, echándose en el sofá—. ¡Miles de martillos de herrero me baten la cabeza! Dile a Isabella que no se acerque a mí. Todo este escándalo es por su culpa, y si ella, o cualquier otra persona, viniera a aumentar mi ira, me pondría frenética. Y, Nelly, dile a Edgar, si le ves de nuevo esta noche, que estoy en peligro de caer gravemente enferma. Ojalá resultara verdad. ¡Me ha aterrorizado y alterado terriblemente! Quiero asustarle. Además, podría venir y empezar con una retahíla de insultos y de quejas. ¡Estoy segura de que yo le recriminaría y Dios sabe adónde iríamos a parar! ¿Lo harás, mi buena Nelly? Tú sabes que en este asunto yo no soy culpable. ¿Qué le entraría para ponerse a escuchar? Las palabras de Heathcliff fueron ofensivas, después que nos dejaste, pero pronto podía haberle alejado de Isabella y lo demás no era nada. Ahora todo se ha echado a perder por el necio deseo de oír hablar mal de sí mismo, que atormenta a algunas personas como el diablo. Si Edgar no se hubiera enterado de nuestra conversación, nada habría cambiado para él. Realmente cuando se puso a hablarme en ese insensato tono de disgusto, después de haber reñido yo a Heathcliff hasta quedarme ronca por él, apenas me importaba lo que se hicieran el uno al otro, sobre todo porque sabía que, terminara la escena como terminara, nos veríamos todos separados unos de otros por quién sabe cuánto tiempo. Bueno, si no puedo conservar a Heathcliff como amigo… si Edgar es mezquino y celoso, intentaré destrozarles el corazón, destrozando el mío. Ésa será una rápida manera de poner fin a todo esto si me ponen en esos extremos. Pero es algo que reservo para un caso desesperado y no quiero que le coja por sorpresa a Linton. Hasta ahora ha sido discreto por miedo a provocarme. Tú tienes que hacerle ver los peligros de abandonar esa táctica y recordarle mi temperamento apasionado que raya con el furor cuando se enciende. Me gustaría que quitaras esa apatía de tu semblante y te tomaras más interés por mí.

La impasibilidad con que recibí estas instrucciones era, sin duda, exasperante, porque me las transmitió con absoluta sinceridad, pero yo creía que una persona que podía planear de antemano el giro que daría a sus ataques de ira, podía, con fuerza de voluntad, dominarse a sí misma lo suficiente, aun bajo la influencia de tales ataques. Y no quería ser yo quien «asustara» a su marido, como dijo ella, ni multiplicar sus disgustos con el fin de servir al egoísmo de Catherine. Por lo tanto, cuando encontré al amo que venía hacia la salita no le dije nada, pero me tomé la libertad de retroceder para escuchar si reanudaban la pelea. Él habló primero:

—Quédate donde estás, Catherine —dijo, sin ira en la voz, pero con penoso desaliento—. No me voy a quedar. No he venido ni para pelear, ni para reconciliarme. Sólo quiero saber si, después de los acontecimientos de esta tarde, piensas continuar tu intimidad con…

—¡Oh, por favor! —interrumpió la señora, dando una patada en el suelo—. ¡Por favor, no hablemos más de esto! Tu sangre fría es incapaz de calentarse, tus venas están llenas de agua helada. Las mías están hirviendo y la vista de tal frialdad las pone en danza.

—Para librarte de mí, contesta a mi pregunta —insistió el señor Linton—. Tienes que contestármela, y esa violencia no me alarma. He descubierto que puedes ser tan estoica como cualquiera cuando quieres. ¿Vas a prescindir de Heathcliff en adelante, o vas a prescindir de mí? Es imposible que seas al mismo tiempo su amiga y mi amiga, y absolutamente exijo saber a quién escoges.

—¡Yo exijo que me dejes en paz! —exclamó Catherine furiosa—. ¡Te lo exijo! ¿No ves que apenas puedo tenerme en pie? ¡Edgar, déjame… déjame!

Tiró del cordón de la Campanilla hasta que se rompió con un chasquido. Entré con calma. Aquellas insensatas y malvadas rabietas bastaban para poner a prueba la paciencia de un santo. Allí estaba, tendida, dándose con la cabeza contra el brazo del sofá y rechinando los dientes, como si quisiera hacerlos astillas. El señor Linton se quedó mirándola con súbito arrepentimiento y temor. Me dijo que fuera a buscar algo de agua. Ella no tenía aliento para hablar. Traje un vaso lleno y, como no quería beber, le rocié la cara. En pocos segundos se puso rígida, con los ojos en blanco, mientras sus mejillas, de inmediato descoloridas y lívidas, adquirían el aspecto de la muerte. Linton parecía aterrorizado.

—No es nada importante —susurré. Yo no quería que él cediera, aunque no podía por menos de tener mucho miedo.

—¡Tiene sangre en los labios! —dijo estremeciéndose.

—¡No se preocupe! —contesté con sequedad. Y le conté cómo ella estaba decidida, antes de que él viniera, a dar el espectáculo de un ataque de locura. Tuve la poca precaución de contárselo en voz alta y ella me oyó, pues se puso en pie… el pelo flotando sobre sus hombros, los ojos llameando, los músculos del cuello y de los brazos sobresaliendo prodigiosamente. Di por descontado que acabaría yo con algún hueso roto por lo menos, pero sólo miró a su alrededor un instante y luego salió apresuradamente de la habitación. El amo me indicó que la siguiera, lo hice hasta la puerta de su alcoba, donde me impidió que siguiera adelante, cerrándola.

Como no bajó a desayunar a la mañana siguiente, subí a preguntarle si quería que se le subiera algo.

—No —dijo, categóricamente.

La misma pregunta se repitió a la comida y al té, y de nuevo a la mañana siguiente, y la respuesta fue la misma. El señor Linton, por su parte, pasaba el tiempo en la biblioteca sin preguntar nada respecto a lo que hacía su mujer. Isabella y él habían tenido una entrevista de una hora, durante la cual intentó sacarle algún sentimiento de legítimo horror por los atrevimientos de Heathcliff, pero no pudo conseguir nada de sus respuestas evasivas y se vio obligado a cerrar el interrogatorio sin resultado. Añadió, sin embargo, la advertencia solemne de que si era tan loca como para alentar a tan indigno pretendiente, rompería toda relación entre ella y él.

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