Cumbres borrascosas

CAPÍTULO XIX

CAPÍTULO XIX

Una carta ribeteada de negro anunció la llegada de mi amo. Isabella había muerto y me escribía para que vistiera de luto a su hija y dispusiera una habitación, y todo lo necesario, para su joven sobrino. Catherine estaba loca de alegría ante la idea de volver a ver a su padre y se entregó a las más optimistas previsiones sobre las innumerables excelencias de su «verdadero» primo. Llegó la tarde de su esperado regreso. Desde temprano por la mañana había estado ocupada ordenando sus pequeños asuntos, y ahora, vestida con su nuevo traje negro —pobrecita, la muerte de su tía no le había causado ningún dolor especial—, me obligó, molestándome constantemente, a atravesar con ella la finca para recibirles.

—Linton tiene exactamente seis meses menos que yo —parloteaba, mientras caminábamos tranquilamente por los altibajos del musgoso césped a la sombra de los árboles—. ¡Qué delicia será tenerle de compañero de juego! La tía Isabella mandó a papá un precioso rizo de su pelo. Era más claro que el mío… más rubio, e igualmente fino. Lo conservo cuidadosamente en una cajita de cristal y a menudo he pensado qué placer sería ver a su dueño. ¡Oh, qué feliz soy… y papá, querido, querido papá! ¡Vamos, Ellen, corramos, corramos!

Corría, volvía, y echaba a correr de nuevo muchas veces antes de que mis mesurados pasos llegaran a la verja. Entonces se sentó en el borde de hierba junto al camino y trató de esperar pacientemente, pero era imposible, no podía estarse quieta ni un minuto.

—¡Cuánto tardan! —exclamó—. Veo algo de polvo en el camino… ya vienen. ¡No! ¿Cuándo estarán aquí? ¿No podríamos ir un poco más lejos… media milla, Ellen, sólo media milla? ¡Di que sí, hasta ese grupo de abedules del recodo!

Me negué rotundamente. Por fin terminó su expectación: el coche estaba a la vista. Cathy se puso a chillar y a extender los brazos en cuanto vio la cara de su padre mirando por la ventanilla. Bajó casi tan impaciente como ella, y pasó un buen rato antes de que pudieran pensar en nadie más que en ellos mismos. Mientras intercambiaban caricias, eché un vistazo dentro del coche para ocuparme de Linton. Estaba dormido en un rincón, envuelto en una abrigada capa, forrada de piel, como si fuera invierno. Era un chico pálido, delicado, afeminado, al que se podía haber tomado por hermano menor de mi amo, tan grande era su parecido, pero había en su aspecto una irritación enfermiza que Edgar Linton nunca tuvo. Este me vio mirando y, después de estrecharme la mano, me aconsejó que cerrara la portezuela y que no le molestara porque el viaje le había fatigado. Cathy tenía ganas de echarle un vistazo, pero su padre le dijo que fuera con él y caminaron juntos por el parque, mientras yo me adelantaba para avisar a los criados.

—Ten en cuenta, querida —dijo el señor Linton, dirigiéndose a su hija, cuando se pararon al pie de los escalones de la puerta principal—, que tu primo no es tan fuerte ni tan alegre como tú, y recuerda que ha perdido a su madre hace muy poco, por lo tanto, no esperes que juegue y corra por ahí contigo de inmediato, déjale tranquilo esta tarde al menos, ¿quieres?

—Sí, sí, papá —respondió Catherine—. Pero yo quiero verle, y no se ha asomado ni una vez.

El coche se paró y, una vez despertado el durmiente, su tío le levantó y le puso en el suelo.

—Ésta es tu prima Cathy, Linton —dijo, juntando sus manitas—. Ella ya te quiere mucho, así que ten cuidado con entristecerla esta noche llorando. Trata de estar alegre ahora. El viaje se acabó, y no tienes nada que hacer más que descansar y divertirte como te apetezca.

—Entonces déjame ir a la cama —continuó el niño, esquivando el saludo de Catherine y llevándose las manos a los ojos para quitarse unas lágrimas incipientes.

—Vamos, vamos, sea un buen chico —susurré, conduciéndole adentro—. ¡Va usted a hacerla llorar también… vea qué triste está por usted!

No sé si era de pena por él, pero su prima puso una cara tan triste como la suya y volvió con su padre. Los tres entraron y subieron a la biblioteca donde el té estaba servido. Le quité la gorra y el abrigo a Linton y le senté en una silla junto a la mesa, pero en cuanto se sentó empezó a llorar otra vez. Mi amo le preguntó qué le pasaba.

—No puedo estar sentado en una silla —sollozó el muchacho.

—Vete al sofá entonces y Ellen te llevará un poco de té —le respondió su tío pacientemente.

Tuve el convencimiento de que su irritable y enfermizo pupilo le había sometido a duras pruebas durante el viaje. Linton se arrastró lentamente hasta allí y se tumbó. Cathy acercó un escabel y su taza y se sentó a su lado. Al principio estaba en silencio, pero eso no podía durar mucho. Había decidido mimar a su primito como tenía pensado. Empezó a acariciarle los rizos, besarle en la mejilla y ofrecerle té en su platillo como a un niño pequeño. Y aquello le gustó, pues no era mucho más que eso. Se secó los ojos y una leve sonrisa le iluminó la cara.

—Oh, le irá bien —me dijo el amo, después de observarles un minuto—. Muy bien, Ellen, si podemos tenerle con nosotros. La compañía de una niña de su edad le infundirá pronto nuevos ánimos y deseando ser fuerte, lo será.

«¡Sí, si podemos tenerle con nosotros!», pensé para mis adentros. Me asaltaron dolorosos recelos de que había pocas esperanzas de ello, y luego pensé cómo viviría aquel enclenque en Cumbres Borrascosas, entre su padre y Hareton, ¡qué compañeros de juego y qué maestros! Nuestras dudas se disiparon muy pronto… incluso mucho antes de lo que yo esperaba. Acababa de llevar a los niños arriba, después de terminado el té, y dejado a Linton dormido —no me permitió marcharme hasta entonces—, y había bajado y estaba junto a la mesa del vestíbulo encendiendo una vela para el dormitorio del señor Linton, cuando una criada salió de la cocina y me informó que Joseph, el criado del señor Heathcliff, estaba en la puerta y quería hablar con el amo.

—Le preguntaré qué quiere primero —dije, notablemente preocupada—. Es una hora muy intempestiva para molestar a la gente y más cuando acaban de llegar de un largo viaje. No creo que el señor pueda verle.

Joseph había atravesado la cocina mientras yo pronunciaba esas palabras y ahora se presentaba en el vestíbulo. Llevaba puesta la ropa de los domingos y la cara más santurrona y avinagrada y, sujetando el sombrero con una mano y el bastón con la otra, procedió a limpiarse los zapatos en el felpudo.

—Buenas noches, Joseph —dije fríamente—. ¿Qué te trae aquí esta noche?

—Es con el señor Linton con quien quiero hablar —respondió, apartándome con gesto de desdén.

—El señor Linton se está acostando, a no ser que tengas algo especial que decirle, estoy segura de que no te escuchará ahora —continué—. Será mejor que te sientes y me confíes tu mensaje a mí.

—¿Cuál es su habitación? —continuó el hombre, pasando revista a la hilera de puertas cerradas.

Comprendí que estaba decidido a rechazar mi mediación, así que subí de muy mala gana a la biblioteca y anuncié al inoportuno visitante, aconsejando que se le despidiera hasta el día siguiente. El señor Linton no tuvo tiempo de autorizarme a hacerlo, porque subió pisándome los talones y, metiéndose en la habitación, se plantó en el otro extremo de la mesa, con las dos manos puestas en el puño del bastón, y empezó en voz alta como anticipándose a una negativa:

—Heathcliff me ha mandado a por su hijo y no me puedo volver sin él.

Edgar Linton guardó silencio un minuto. Una expresión de profundo dolor veló su rostro. El niño ya le daba lástima a él, pero recordando las esperanzas y temores de Isabella, los angustiosos deseos respecto de su hijo y sus recomendaciones de que lo tomara a su cargo, le dolía amargamente la perspectiva de entregarlo, y buscaba en su corazón el medio de evitarlo. No se le ocurrió ningún plan. La mera exposición del deseo de retenerle hubiera hecho la reclamación más perentoria. No había más remedio que entregarlo. Pero no iba a despertarlo de su sueño.

—Dígale al señor Heathcliff —respondió con calma— que su hijo irá a Cumbres Borrascosas mañana. Ahora está en la cama y demasiado cansado para hacer el camino. Puede usted decirle también que la madre de Linton deseaba que quedara bajo mi tutela y que, en la actualidad, su salud es muy precaria.

—¡No! —dijo Joseph, dando un golpe en el suelo con el bastón y adoptando un aire autoritario—. ¡No! Eso no quiere decir nada. A Heathcliff no le importa la madre, ni usted tampoco, pero quiere tener a su hijo, y tengo que llevárselo… ¡así que ya lo sabe!

—No se lo llevará esta noche —contestó Linton con decisión—. Salga inmediatamente y repita a su amo lo que le he dicho. Ellen, acompáñale. Fuera…

Y cogiendo al indignado viejo por un brazo, le sacó de la habitación y cerró la puerta.

—¡Muy bien! —gritó Joseph mientras se retiraba con lentitud—. Mañana vendrá él mismo y échele si se atreve.

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