CAPÍTULO V
CAPÍTULO V
Con el paso del tiempo el señor Earnshaw empezó a decaer. Había sido activo y saludable, pero sus fuerzas le abandonaron de repente y, cuando se quedó confinado a un rincón de la chimenea, se volvió terriblemente irritable. Se enojaba por nada y los supuestos desaires a su autoridad casi le sacaban de quicio. Esto era especialmente notorio cuando alguien intentaba imponerse o avasallar a su favorito. Era celoso hasta la exasperación para que no se le dijera una palabra indiscreta, y parecía que se le había metido en la cabeza la idea de que, como él quería a Heathcliff, todos le odiaban y estaban deseando jugarle alguna mala pasada. Esto representaba una desventaja para el muchacho, porque como los más amables de nosotros no queríamos irritar al amo, le seguíamos la corriente en su parcialidad, y esa actitud daba más pábulo al orgullo y mal genio del chico. Pero, de algún modo, se convirtió en algo necesario: dos o tres veces las muestras de desprecio de Hindley estando su padre cerca provocaron la ira del viejo, que cogió su bastón para pegarle y tembló de rabia al no poder hacerlo.
Al fin, nuestro coadjutor (teníamos entonces un coadjutor que completaba su estipendio dando clase a los pequeños Linton y Earnshaw y cultivando personalmente un pedacito de tierra) aconsejó que se enviara a Hindley a la universidad, y el señor Earnshaw accedió, aunque con poco convencimiento, porque decía:
—Hindley es una nulidad y nunca prosperará vaya donde vaya.
Yo confiaba de todo corazón en que entonces íbamos a tener paz. Me dolía pensar que el amo sufriera por su buena acción. Me figuraba que el fastidio de la edad y de la enfermedad tenía su origen en las desavenencias familiares, como él lo aseguraba, pero la verdad era, señor, que su naturaleza se estaba agotando. Podíamos habérnoslas arreglado tolerablemente a pesar de todo de no ser por dos personas: la señorita Cathy y Joseph, el criado. Seguro que lo vio, allá arriba. Era, y lo más probable es que lo sigua siendo, el fariseo más pesado y santurrón que haya jamás saqueado la Biblia para quedarse con todas las promesas y cargar al prójimo con las maldiciones. Por su habilidad para echar sermones y discursos piadosos, consiguió impresionar al señor Earnshaw y, cuanto más se debilitaba el amo, más influencia ejercía sobre él. No dejaba de atosigarle para que se ocupara de la salvación de su alma y de educar a sus hijos con rigor. Le alentaba a considerar a Hindley como un réprobo, y noche tras noche, con regularidad, le mascullaba una retahíla de cuentos contra Heathcliff y Catherine, poniendo siempre mucho cuidado en halagar la debilidad del amo a base de acumular las acusaciones más graves sobre la última.
Es cierto que ella tenía una manera de ser que no he visto nunca en una niña, y nos hacía perder la paciencia más de cincuenta veces al día. Desde el momento en que bajaba hasta que se iba a la cama, no podíamos estar seguros, ni un minuto, de que no estuviera haciendo alguna travesura. Su espíritu estaba en continua tensión, su lengua siempre suelta, cantando, riendo, o fastidiando al que no hiciera lo mismo que ella. Una chiquilla salvaje y malvada es lo que era, pero tenía los ojos más bonitos, la sonrisa más dulce y los pies más ligeros de toda la parroquia. Y después de todo, creo que no tenía mala intención, porque una vez que conseguía hacer llorar a alguien en serio, era raro que no le hiciera compañía, obligándole a calmarse para poder consolarse. Estaba demasiado encariñada con Heathcliff. Separarla de él era el mayor castigo que se le podía imponer, y eso que la regañaban por su culpa más que a ninguno de nosotros. En el juego le encantaba hacer de señora, dando órdenes a sus compañeros y pegándoles: eso mismo hizo conmigo, pero yo no toleraba ni cachetes, ni órdenes, y así se lo dije.
Bueno, el señor Earnshaw no entendía las bromas de sus hijos. Había sido siempre estricto y serio con ellos y Catherine, por su parte, no tenía idea de por qué su padre tenía peor humor y menos paciencia ahora, enfermo, que en su juventud. Sus desagradables reproches despertaban en ella el maligno placer de provocarle. Nunca era más feliz que cuando todos la reñíamos a un tiempo, desafiándonos ella con su mirada insolente y descarada, y su presta lengua, ridiculizando las religiosas maldiciones de Joseph, importunándome a mí, y haciendo precisamente lo que más molestaba a su padre: demostrar cómo su pretendida insolencia, que él creía auténtica, tenía más poder sobre Heathcliff que su cariño, cómo el chico hacía todo lo que ella le decía, pero cumplía los mandatos del amo sólo cuando le venía en gana. Después de haberse portado lo peor posible todo el día, a veces venía zalamera por la noche a hacer las paces.
—No, Cathy —decía el anciano—, no te puedo querer, eres peor que tu hermano. Vete y reza tus oraciones, hija, y pídele perdón a Dios. No sé si tu madre y yo no tendremos que lamentar haberte traído al mundo.
Esto le hacía llorar al principio, pero luego el ser rechazada continuamente la endureció y se reía cuando se le mandaba arrepentirse de sus faltas y pedir que se la perdonara.
Pero al fin llegó la hora que terminó con las desgracias del señor Earnshaw en la tierra. Murió tranquilamente una noche de octubre sentado en su sillón junto al fuego. Un fuerte viento zumbaba en torno a la casa y rugía en la chimenea, sonaba muy fuerte y tempestuoso, pero no era frío, y estábamos todos juntos… yo un poco separada del fuego, haciendo calceta, y Joseph leyendo la Biblia junto a la mesa (porque entonces los criados solían sentarse en la sala después de terminar su trabajo). La señorita Cathy había estado enferma, por eso estaba quieta, se apoyaba en la rodilla de su padre, y Heathcliff estaba tumbado en el suelo con la cabeza en el regazo de ella. Recuerdo que el amo, antes de caer en sopor, acariciaba su bonito pelo —realmente contento de verla apacible— y le dijo:
—¿Por qué no puedes ser siempre una niña buena, Cathy?
Ella levantó el rostro hacia él y riendo contestó:
—¿Por qué no es usted siempre un hombre bueno, padre?
Pero en cuanto le vio enojado de nuevo le besó la mano y le dijo que le cantaría una canción para que se durmiera. Empezó a cantar muy bajito hasta que los dedos del viejo se soltaron de los de la niña y la cabeza se le hundió en el pecho. Entonces le dije que se callara y que no se moviera no fuera a despertarle. Estuvimos todos callados como muertos durante toda una media hora y hubiéramos seguido así, de no haber sido por Joseph, que habiendo terminado su capítulo, se levantó y dijo que tenía que despertar al amo para rezar y acostarle. Se le acercó, le llamó por su nombre y le tocó en el hombro, pero como no se movía, cogió la vela y le miró. Pensé que algo malo pasaba cuando dejó la vela y, cogiendo a los niños, a cada uno por un brazo, les dijo en voz baja que subieran y que no hicieran ruido, que esa noche tenían que rezar solos pues él tenía algo que hacer.
—Primero tengo que dar las buenas noches a mi padre —dijo Catherine, echándole los brazos al cuello antes de que pudiéramos impedírselo.
La pobre criatura descubrió enseguida la triste pérdida y gritó:
—¡Oh, está muerto, Heathcliff, está muerto! —y se pusieron los dos a llorar desgarradoramente.
Yo uní mi ruidoso y amargo llanto al suyo, pero Joseph nos preguntó en qué estábamos pensando al gritar de ese modo por un santo que ya estaba en el cielo. Me mandó que me pusiera el abrigo y fuera corriendo a Gimmerton en busca del médico y del párroco. No pude comprender de qué iban a servir entonces ni el uno ni el otro. Fui, sin embargo, a pesar del viento y la lluvia, y traje conmigo a uno, al doctor, el otro dijo que vendría por la mañana. Dejando a Joseph que explicara lo sucedido, corrí a la habitación de los niños. Tenían la puerta entreabierta y vi que no se habían acostado todavía, aunque era pasada la medianoche, pero estaban más tranquilos y no necesitaban que yo les consolara. Los pobres se consolaban el uno al otro con pensamientos mejores que los que se me hubieran ocurrido a mí. Ningún sacerdote del mundo pintó jamás el cielo de forma tan hermosa como lo hacían ellos en su inocente charla, y mientras sollozaba y escuchaba, no pude por menos de desear que ya estuviéramos allí todos juntos y a salvo.