CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XV
Ha pasado otra semana… y yo me siento tanto más cerca de la salud y de la primavera. He oído ya toda la historia de mi vecino, en distintas sesiones, cuando el ama de llaves podía sacar tiempo de otras ocupaciones más importantes. La continuaré con sus mismas palabras, sólo que un poco resumida. En conjunto es muy buena narradora y no creo que yo pudiera mejorar su estilo.
—Por la tarde —contó ella—, la misma tarde de mi visita a las Cumbres, yo sabía, tan bien como si le viera, que el señor Heathcliff rondaba por allí. Evité salir, porque todavía tenía su carta en el bolsillo y no quería que me amenazara o me importunara más. Había decidido no dársela hasta que mi amo se fuera a alguna parte, pues no podía imaginarme qué efecto causaría a Catherine el recibirla. La consecuencia fue que no llegó a ella antes de tres días. El cuarto era domingo y se la llevé a su habitación cuando todos se habían ido a la iglesia. Quedaba un criado para guardar la casa conmigo y generalmente teníamos la costumbre de cerrar las puertas durante las horas del servicio religioso, pero en esa ocasión el tiempo era tan cálido y agradable que las dejé abiertas de par en par y, para cumplir mi promesa, puesto que sabía quién iba a venir, le dije a mi compañero que la señora deseaba vivamente comer naranjas, que corriera al pueblo a comprar unas pocas, que se pagarían al día siguiente. Salió y yo subí.
La señora Linton estaba sentada, con un amplio vestido blanco y un ligero chal sobre los hombros, en el hueco de la ventana abierta, como de costumbre. La espesa y larga cabellera se la habían cortado en parte al principio de su enfermedad y ahora la llevaba sencillamente peinada en sus mechones naturales sobre las sienes y el cuello. Tenía el aspecto cambiado, como le había dicho yo a Heathcliff, pero cuando estaba tranquila, aquel cambio parecía dotarle de una belleza celestial. El fulgor de sus ojos había dado paso a una suavidad soñadora y melancólica. Ya no daban la impresión de mirar los objetos a su alrededor, parecía que miraban más allá, mucho más allá… se diría que ya fuera de este mundo. Entonces la palidez de su rostro —el aspecto demacrado había desaparecido al recuperar las carnes— y la peculiar expresión producida por su estado mental, aunque sugerían penosamente sus causas, aumentaban el conmovedor interés que despertaba, pero —sé que invariablemente para mí y diría que para cualquier persona que la veía—, refutaban las pruebas más tangibles de su convalecencia y la marcaban como alguien condenado a morir.
Un libro estaba abierto en el antepecho de la ventana ante ella y el viento, apenas perceptible, hacía revolotear sus hojas a intervalos. Creo que Linton lo había dejado allí, pues ella nunca trataba de distraerse leyendo, ni con ocupación de ningún género, y él pasaba muchas horas tratando de atraer su atención hacia temas que antes la habían divertido. Ella era consciente de su intención, y en los momentos de mejor humor soportaba sus esfuerzos plácidamente, sólo mostraba su inutilidad de vez en cuando, reprimiendo un hastiado suspiro, y deteniéndole al fin con los besos y sonrisas más tristes. Otras veces se volvía enfurruñada y se tapaba la cara con las manos y hasta le empujaba airadamente, y entonces él tenía cuidado de dejarla sola, porque estaba seguro de que no le hacía bien.
Las campanas de la capilla de Gimmerton seguían repicando y llegaba tranquilizador a nuestros oídos el fluir, rebosante y suave, del arroyo en el valle. Era un dulce sustituto del todavía ausente murmullo del follaje veraniego, que ahogaba esta música en la Granja cuando los árboles habían echado hojas. En Cumbres Borrascosas siempre sonaba en días plácidos, siguiendo a un gran deshielo o a una temporada de lluvia continua. Y en Cumbres Borrascosas estaba Catherine pensando mientras escuchaba, si es que pensaba y escuchaba en absoluto, pues tenía aquella mirada vaga y distante que antes he mencionado y que no expresaba reconocimiento de nada material ni por el oído ni por la vista.
—Hay una carta para usted, señora Linton —dije, poniéndola suavemente en la mano que descansaba en su rodilla—. Tiene que leerla enseguida porque requiere contestación. ¿Rompo el sello?
—Sí —contestó sin alterar la dirección de sus ojos. La abrí… era muy breve.
—Ahora —continué— léala.
Apartó la mano y la dejó caer. La volví a poner en su regazo y estuve esperando hasta que le pareciera bien echarle una mirada, pero ese movimiento se demoró tanto que al fin continué:
—¿Se la leo, señora? Es del señor Heathcliff.
Tuvo un sobresalto, un preocupado atisbo de recuerdo y una lucha por ordenar sus ideas. Levantó la carta, parecía leerla, y cuando llegó a la firma suspiró, pero descubrí que no se había enterado de su contenido, porque, al desear yo que me diera su respuesta, ella sólo señalaba el nombre y me miraba con dolorida e inquisitiva ansiedad.
—Bueno, quiere verla —dije, adivinando su necesidad de un intérprete—. Está en el jardín ahora mismo, impaciente por saber qué respuesta le voy a llevar.
Mientras hablaba observé que un perro grande, tumbado en la hierba soleada de abajo, levantaba las orejas como si fuera a ladrar y luego, agachándolas de nuevo, anunciaba, por el movimiento del rabo, que se acercaba alguien a quien no consideraba un extraño. La señora Linton se inclinó hacia adelante y escuchó conteniendo el aliento. Un minuto después unos pasos cruzaban el vestíbulo. La casa abierta era demasiado tentadora para que Heathcliff se resistiera a entrar. Lo más probable es que temiera que yo me inclinara por no cumplir mi promesa y decidió confiar en su propia audacia. Con tensa ansiedad miró Catherine hacia la entrada de su alcoba. Él no acertó directamente con la habitación y ella me hizo señas de que le hiciera pasar, pero la encontró antes de que yo alcanzara la puerta y en una o dos zancadas estaba a su lado y la estrechaba entre sus brazos.
No habló, ni la soltó durante unos cinco minutos, y aseguraría que le dio más besos en ese tiempo que los que había dado en toda su vida. Pero fue mi ama la que le besó primero, y vi claramente que, de puro dolor, él apenas podía soportar mirarla a la cara. Desde el instante en que la vio le había sobrecogido la misma convicción que a mí de que allí no había ninguna esperanza de una verdadera recuperación… estaba destinada, indudablemente, a morir.
—¡Oh, Cathy! ¡Oh, vida mía! ¿Cómo podré soportarlo? —fueron las primeras palabras que pronunció, en un tono que no intentaba disimular su desesperación. Y la miró entonces con tal avidez que pensé que la misma intensidad de la mirada traería lágrimas a sus ojos, pero ardieron de angustia, no se humedecieron.
—¿Y ahora qué? —dijo Catherine, echándose hacia atrás y devolviéndole la mirada con un ceño súbitamente fruncido, pues su humor era una pura veleta de caprichos en constante variación—. ¡Tú y Edgar me habéis destrozado el corazón, Heathcliff! ¡Y los dos me venís a lamentaros del hecho como si fuerais a los que había que compadecer! Pero no te compadeceré, no. Me has matado… y creo que te ha sentado bien. ¡Qué fuerte eres! ¿Cuántos años piensas vivir después de que me haya ido?
Heathcliff había hincado una rodilla para abrazarla, intentó levantarse, pero ella le cogió por el pelo y le mantuvo así.
—Ojalá pudiera retenerte —continuó con amargura— hasta que estuviéramos los dos muertos. No me importaría lo que sufrieras. No me importan tus sufrimientos. ¿Por qué no habías de sufrir? Yo sufro. ¿Me olvidarás? ¿Serás feliz cuando yo esté bajo tierra? Dentro de veinte años dirás: «Ésta es la tumba de Catherine Earnshaw. La amé hace mucho tiempo y me destrozó perderla, pero pasó. He amado a muchas otras desde entonces. Mis hijos me son más queridos que lo fue ella y, cuando me muera, no me alegraré de ir hacia ella, lamentaré dejarles a ellos». ¿Dirás eso, Heathcliff?
—No me atormentes hasta que me vuelva tan loco con tú —gritó, liberando la cabeza y haciendo rechinar los dientes.
Formaban los dos, para un frío espectador, un cuadro extraño y horrible. Bien podía Catherine considerar que el cielo sería tierra de destierro para ella, a menos que, con su cuerpo mortal, se despojara también de su carácter. Su presente aspecto mostraba una feroz ansia de venganza en las pálidas mejillas, en los labios exangües y en los ojos centelleantes, y retenía en sus dedos apretados parte de los mechones que había estado agarrando. En cuanto a su compañero, mientras se levantaba con ayuda de una mano, la había cogido de un brazo con la otra y, tan inadecuado era su acopio de ternura a las exigencias del estado en que ella se encontraba, que al soltarlo, vi cuatro huellas azules muy claras, en su piel descolorida.
—¿Estás poseída del demonio —prosiguió con ferocidad— para hablarme de este modo, cuando te estás muriendo? ¿Te das cuenta de que todas esas palabras quedarán marcadas con hierro candente en mi memoria y que me estarán reconcomiendo eternamente, cada vez más hondo, cuando me hayas dejado? Tú sabes que mientes cuando dices que te he matado y sabes, Catherine, que antes me olvidaría de mi propia existencia que de ti. ¿No le basta a tu diabólico egoísmo que mientras tú descanses en paz yo me retuerza en los tormentos del infierno?
—Yo no descansaré en paz —gimió Catherine, recayendo en una sensación de debilidad física debido a los violentos y desiguales latidos de su corazón que palpitaba de forma visible y audible bajo aquel exceso de agitación. No dijo nada más hasta que hubo terminado el paroxismo, luego continuó más amablemente:
—No te deseo más tormento del que yo tengo, Heathcliff. Sólo quisiera que no nos separáramos nunca y, si en adelante una palabra mía te duele, piensa que el mismo dolor siento yo bajo tierra, ¡y por mi amor, perdóname! ¡Ven aquí y arrodíllate de nuevo! Nunca en tu vida me has hecho daño. ¡No, y si alimentas algún enojo, eso será peor de recordar que mis duras palabras! ¿No vas a volver a venir? ¡Ven!
Heathcliff se fue al respaldo de su silla y se inclinó hacia ella, pero no tanto como para que Catherine pudiera verle la cara que tenía lívida de emoción. Ella se dio la vuelta para mirarle, pero él no se lo permitió. Se volvió bruscamente y se marchó hasta la chimenea, donde se quedó de pie, silencioso, dándonos la espalda. La mirada de la señora Linton le seguía recelosa. Cada movimiento despertaba en ella nuevos sentimientos. Después de una pausa y una prolongada mirada, continuó dirigiéndose a mí en un tono de indignada decepción…
—¡Oh, ya ves, Nelly, no se ablanda ni un instante para mantenerme fuera de la tumba! ¡Así es como me quiere! Bueno, no importa. Éste no es mi Heathcliff. Pero amaré al mío y me lo llevaré conmigo porque está en mi alma. Y —añadió pensativa— lo que más me irrita, después de todo, es esta maltrecha prisión. Estoy cansada, cansada de estar encerrada aquí. Ardo en deseos de escapar a ese mundo glorioso y quedarme siempre allí, no verlo borrosamente a través de las lágrimas, ni suspirar por él a través de los muros de un corazón dolorido, sino estar realmente en él y con él. Nelly, tú crees que estás mejor y que eres más afortunada que yo porque disfrutas de plena salud y vigor y me tienes lástima… pero muy pronto esto cambiará. Tú me darás lástima, yo estaré incomparablemente por encima y más allá de todos vosotros. Me pregunto si él estará conmigo —continuó para sí—. Pensé que él lo deseaba. ¡Heathcliff, cariño! No deberías estar enfadado ahora. Ven a mí, Heathcliff.
En su impaciencia se levantó y se apoyó en el brazo del sillón. A ese serio llamamiento Heathcliff se volvió hacia ella con aspecto absolutamente desesperado. Sus ojos muy abiertos, y húmedos al fin, centellearon ferozmente sobre ella y su pecho se hinchaba convulsivamente. Un instante estuvieron separados y luego, cómo se juntaron apenas lo vi, pero Catherine dio un salto y él la cogió, quedando unidos en un abrazo del que pensé que mi ama no saldría con vida. De hecho, a mis ojos, parecía ya insensible. Él se dejó caer en el asiento más próximo y al acercarme precipitadamente para asegurarme de que Catherine se había desmayado, me rechinó los dientes, echó espumarajos como un perro rabioso y la atrajo hacia sí con celosa avidez. No me pareció estar en compañía de una criatura de mi misma especie. Daba la impresión de que no me entendería aunque le hablara, así pues me aparté y guardé silencio completamente desconcertada.
Al poco un movimiento de Catherine me tranquilizó algo. Levantó la mano para coger el cuello de Heathcliff y acercar su mejilla a la de él, mientras Heathcliff la sujetaba y, a su vez, la cubría de frenéticas caricias, diciendo como un loco:
—Ahora me demuestras lo cruel que has sido conmigo… cruel y falsa. ¿Por qué me despreciaste? ¿Por qué traicionaste a tu propio corazón, Cathy? No tengo ni una palabra de consuelo. Te lo mereces. Tú misma te has matado. Sí, puedes besarme y llorar y arrancarme besos y lágrimas: te abrasarán… te condenarán. Tú me amabas. ¿Qué derecho tenías entonces a abandonarme? ¿Qué derecho —respóndeme—, al pobre capricho que sentías por Linton? Porque ni la miseria, ni la degradación, ni la muerte, nada que Dios o Satanás nos pudiera infligir nos hubiera separado, tú, por tu propia voluntad, lo hiciste. Yo no he roto tu corazón… tú lo has destrozado y, al hacerlo, has roto el mío. Tanto peor para mí si soy fuerte. ¿Es que quiero vivir? ¿Qué clase de vida será cuando tú…? ¡Oh Dios! ¿Te gustaría a ti vivir con tu alma en la tumba?
—¡Déjame! ¡Déjame! —sollozó Catherine—. Si he hecho mal, muero por ello. ¡Ya basta! ¡Tú también me abandonaste, pero no te lo reprocho! Te perdono. ¡Perdóname tú!
—Es difícil perdonar mirando esos ojos y tocando esas manos consumidas. ¡Bésame de nuevo, pero no me dejes ver tus ojos! Te perdono lo que me has hecho. Amo a mi asesino… pero al tuyo ¿cómo puedo amarle?
Quedaron en silencio… los rostros ocultos uno contra otro y bañados por las lágrimas de los dos. Al menos supongo que el llanto era por ambas partes, pues, al parecer, Heathcliff sí podía llorar en una gran ocasión como ésta.
Mientras tanto me sentía cada vez más intranquila, pues la tarde pasaba rápidamente, el hombre que había enviado al pueblo había vuelto de su recado y pude distinguir a la luz del sol poniente, valle arriba, una multitud que se agolpaba en el pórtico de la capilla de Gimmerton.
—El servicio religioso ha terminado —anuncié—. El señor estará aquí dentro de media hora.
Heathcliff gruñó una maldición y estrechó aún más a Catherine. Ella no se movió.
Poco después vi a un grupo de criados pasar por el camino hacia el ala de la cocina. El señor Linton no venía muy detrás. Abrió él mismo la verja y se acercaba despacio, probablemente disfrutando de la encantadora tarde, tan suave como de verano.
—Ya está aquí —exclamé—. ¡Por Dios, baje deprisa! No encontrará a nadie en la escalera principal. Dese prisa y quédese entre los árboles hasta que él haya entrado.
—Tengo que irme, Cathy —dijo Heathcliff, intentando desasirse de los brazos de su compañera—. Pero si vivo, te veré de nuevo antes de que te duermas. No me alejaré ni cinco yardas de tu ventana.
—¡No debes irte! —respondió, asiéndole con tanta firmeza como sus fuerzas se lo permitían—. No te irás, te lo aseguro.
—Sólo por una hora —suplicó de todo corazón.
—Ni un minuto —replicó ella.
—Tengo que irme… Linton estará aquí enseguida —insistió el intruso alarmado.
Él se hubiera levantado y desprendido de sus dedos por la fuerza… pero ella se le aferró, jadeante. Una loca resolución se reflejaba en su rostro.
—¡No! —chilló—. Oh, no te vayas, no te vayas. ¡Es la última vez! Edgar no nos hará daño. ¡Me moriré, Heathcliff! ¡Me moriré!
—¡Maldito imbécil! Ya está aquí —gritó Heathcliff, dejándose caer de nuevo en el asiento—. ¡Calla, cariño! ¡Calla, calla, Catherine! Me quedaré. Si me pegara un tiro, expiraría con una bendición en los labios.
Y volvieron a su apretado abrazo. Oí a mi amo subir las escaleras. Un sudor frío me corrió por la frente. Estaba horrorizada.
—¿Va usted a hacer caso de sus desvaríos? —dije con vehemencia—. No sabe lo que dice. ¿La va usted a perder porque no tenga juicio para salvarse a sí misma? ¡Levántese! Podría liberarse al instante. Esto es lo más diabólico que ha hecho nunca. Estamos todos perdidos… el señor, la señora y la criada.
Me retorcía las manos y gritaba. El señor Linton apresuró su paso al oír el ruido. En medio de mi agitación, me alegré sinceramente al ver que los brazos de Catherine habían caído lánguidos y que se le inclinaba la cabeza.
«Se ha desmayado o se ha muerto —pensé—. Tanto mejor. Mucho mejor que se muera que seguir siendo una carga y un motivo de desdichas para todos los que la rodean».
Edgar saltó hacia su inesperado huésped, pálido de estupor y de ira. Lo que se proponía hacer no lo sé, pero el otro detuvo al punto todas sus demostraciones poniéndole en los brazos el cuerpo de aspecto exánime.
—¡Mire! —dijo—. Si no es usted un demonio, ayúdela primero… luego hablará conmigo.
Se fue a la salita y se sentó. El señor Linton me llamó, y con gran dificultad y después de recurrir a muchos medios, conseguimos que volviera en sí, pero estaba toda trastornada, suspiraba y gemía y no conocía a nadie. Edgar, angustiado por ella, olvidó al odiado amigo de su esposa. Yo no. Fui a la primera oportunidad y le rogué que se marchara, asegurándole que Catherine estaba mejor y que por la mañana tendría noticias mías de cómo había pasado la noche.
—No me negaré a salir de la casa —respondió—, pero me quedaré en el jardín y, Nelly, acuérdate de cumplir tu palabra mañana. Estaré bajo aquellos alerces. ¡Acuérdate!, o haré otra visita esté o no Linton en casa.
Echó una rápida mirada a través de la puerta entreabierta de la alcoba y, asegurándose de que lo que yo decía era aparentemente verdad, liberó la casa de su malhadada presencia.