Carta 24: Preparación para la muerte
24
Preparación para la muerte. Todas nuestras horas pasadas son la causa de nuestra muerte
1
Me escribes que te sientes inquieto por el resultado de un proceso que un enemigo furioso intenta contra ti, y ya cuentas que yo te persuadiré que puedes permitirte la esperanza del más halagüeño éxito, que puedes descansar en esta esperanza. Porque ¿qué necesidad existe de llamar a los males que pronto acudirán a hacernos sufrir, de tenerlos que soportar antes de hora y de echar a perder el tiempo presente por temor del futuro? Es, sin duda, cosa necia ser ya desgraciado porque tendremos que serlo en lo venidero. Yo, empero, te conduciré a la seguridad por otra vía.
2
Si quieres librarte de toda inquietud, cualquier mal que puedas temer imagínalo, ciertamente, como venidero y, sea lo que fuese, pondéralo en tu consideración, compara con él tu temor, y bien pronto comprenderás que aquello que temes, o no es cosa grave, o no es cosa larga.
3
Ejemplos para cobrar buen ánimo pronto conseguirás reunirlos, ya que se han producido en toda época. Cualquier edad de la historia romana o extranjera que traigas a tu memoria te ofrecerá caracteres de gran saber y de gran energía. Si pierdes el proceso, ¿por ventura puede acontecerte algo más duro que verte enviado al exilio o encerrado en una prisión? ¿Puede alguien temer nada más fuerte que ser quemado o muerto violentamente? Represéntate cada una de estas pruebas y evoca aquellos que las despreciaron, a los cuales, más que buscar, tendrás que escoger.
4
Cuando Rutilio fue enterado de su sentencia, no le dolió más que la injusticia de ella. Metelo soportó varonilmente el destierro. Rutilio lo emprendiera casi de buen grado; el uno hizo a la República la concesión de regresar del destierro; el otro negó el propio regreso a Sila, a quien entonces nada se le negaba. Sócrates disertó en la cárcel, y habiéndole alguien ofrecido la fuga, no quiso salir sino permanecer allí para hacer perder a los hombres el temor a dos cosas gravísimas: la muerte y la cárcel.
5
Mucio puso su mano en el fuego. ¡Terrible suplicio es el fuego; y cuanto más si uno mismo se lo aplica! Ahí tienes un hombre no instruido, ni fortalecido por ninguno de los preceptos contra el dolor y la muerte, solamente armado con el valor militar, aplicándose a sí mismo el castigo de un intento fallido; él se mantuvo siempre en pie, contemplando cómo su mano se iba fundiendo gota a gota sobre el brasero enemigo, y no retiró los huesos descarnados y quemados de ésta hasta que el enemigo hubo apartado el brasero. En aquel campamento podía realizarse algo más afortunado, pero no más valeroso. Considera cómo es más valiente la virtud en afrontar los peligros que la crueldad en infligirlos; más fácilmente perdona Porsena a Mucio de haberle querido matar, que Mucio a sí mismo de no haber matado.
6-7
«Todo ello —dices— son fábulas repetidas en todas las escuelas; ya veo venir que cuando lleguemos al menosprecio de la muerte me contarás la de Catón.» ¿Y por qué no contaría yo lo que en su última noche aquel gran hombre decía a Platón con una espada a la cabecera del lecho? Había buscado estas dos cosas para su hora postrera, una para querer morir, la otra para poder. Ordenados, pues, todos sus negocios, tal como a negocios fallidos y ruinosos, se creyó en el deber de procurar que a nadie fuese permitido matar a Catón o salvarlo. Y desenvainando la espada, virgen hasta aquel momento de toda sangre, dijo: «Nada has conseguido, ¡oh Fortuna!, oponiéndote a todos mis esfuerzos. No he luchado por mi libertad, sino por la de mi patria; no he trabajado con tanta constancia para vivir libre como para vivir entre libres. Ahora, desesperanzado de todos los negocios del género humano, Catón tiene que refugiarse en lo seguro».
8
Entonces infligió a su cuerpo la herida mortal. Vendada después por los médicos, cuando ya tenía menos sangre y menos fuerza, airado, no solamente contra César, sino contra sí mismo, se desgarró la herida con ambas manos desnudas, y expulsó, más que exhaló, aquel generoso espíritu menospreciador de toda prepotencia.
9
Si multiplico los ejemplos no es para ejercitar el ingenio, sino para procurarte valor contra aquello que parece más terrible. Y saldré más fácilmente airoso de mi empeño si te hago comprender que han despreciado aquel momento de exhalar el espíritu no sólo los varones fuertes, sino que aun algunos, cobardes en otras ocasiones, han igualado en ésta a los más valerosos, según vemos en Escipión, suegro del gran Pompeyo, quien, lanzado a las costas de África por un viento contrario y viendo su nave apresada por los enemigos, se traspasó con una espada y contestó a los que le preguntaban dónde estaba el general: «El general se halla en lugar seguro».
10
Estas palabras lo sitúan en el rango de los mejores y evitan que sufriese interrupción la gloria de los Escipiones, pronosticada en África. Fue grande empresa vencer a Cartago, pero mucho más vencer a la muerte. «El general —dijo— se halla en lugar seguro.» ¿Es que podía morir de otra manera un general y un general de Catón?
11
No te remito a las historias, ni recogeré por todos los siglos a los que desdeñaron la muerte, que son muchísimos. Fíjate en nuestra época, de cuya molicie y languidez nos lamentamos, y verás que nos ofrece hombres de todo orden, de toda condición y de toda edad, que con la muerte dieron fin a sus malandanzas. Créeme, Lucilio, de tal manera no es temible la muerte, que gracias a ella no debemos temer ningún mal anterior.
12
Escucha, pues, tranquilamente las amenazas de tu enemigo, y aunque tu conciencia te dicte cierta confianza, a pesar de todo, siendo tantos los elementos que pueden influir, sin contar con la justicia, espera la sentencia más justa, pero prepárate para la más injusta. Mas, antes que nada, acuérdate de eliminar en cada cosa cualquier exageración que pudiese rodearla y pronto verás que no hay nada terrible, si no es el propio temor.
13
Sucede en nosotros aquello mismo que vemos en los niños, al fin niños crecidos nosotros: los pequeños se asustan de ver disfrazadas a las personas a las cuales quieren, al trato de las cuales andan acostumbrados, con las que han jugado tantas veces. No sólo a las personas, sino también a las cosas precisa arrancar la careta, restituir el propio rostro.
14
Pero ¿por qué me señalas las espadas y las llamas y la turba de los verdugos agitándose en derredor tuyo? Aparta este espantajo bajo el cual aterrorizas y asustas a los necios: eres la muerte, a la que no ha mucho supo despreciar una esclava mía, una sirvienta. ¿Por qué presentas otra vez ante mí el gran aparato de los azotes y del potro, y de tantas máquinas de tortura adaptadas a cada miembro, y mil instrumentos para descarnar al hombre poco a poco? Retira estas cosas que nos aterrorizan, que callen los gemidos y los gritos y el clamor de tortura arrancados por los suplicios: no son sino el dolor que aquel gotoso tiene por poca cosa, que aquel dispéptico soporta aun en medio de las delicias, que aquella mujer ha sufrido en el parto.
15
Medita en tu espíritu estas cosas que tantas veces has dicho, pero haz la prueba de si las has oído o dicho de veras. Ya que es verdaderamente vergonzoso aquello que tantas veces se nos ha reprochado: hacer filosofía de palabras, pero no de obra. ¡Cómo! ¿Hasta ahora no te has dado cuenta de que te amenazan la muerte, el destierro, el dolor? Has nacido para estas cosas; es menester que tengamos como futuro todo lo que puede ser.
16-17
Sé de cierto que has hecho lo que te he aconsejado. Ahora te advierto que no sumerjas tu alma en la preocupación de este proceso, porque se paralizaría y perdería el vigor para cuando le precisara erguirse. Transporta tu caso particular al de todo el mundo: observa que tienes un cuerpo débil, al cual puede provenir dolor, no sólo del poder, y de la injusticia de los más fuertes, pues aun los mismos placeres lo conducen al tormento; ya que las grandes comidas pueden aportarte la indigestión, la mucha bebida, somnolencia y temblor de miembros, los placeres sensuales, lisiaduras de manos y otros miembros. Si me torno pobre me podré contar entre los más. Si voy al destierro, procuraré imaginar que he nacido en aquel país. Me atarán. ¿Y qué? ¿Es que por ventura ando desatado? He aquí que la Naturaleza nos ata a la pesadez del cuerpo. Moriré. Y con esto no me dirás sino que cesaré de poder estar enfermo, de poder estar atado, de poder morir.
18
No soy tan torpe como para seguir ahora la música de Epicuro, añadiendo que son vanos los temores del Infierno, que ni Ixión gira con su rueda, ni Sísifo empuja la roca con sus hombros, ni es posible que unas entrañas renazcan continuamente para ser devoradas. No hay nadie tan niño que tema al Cerbero y a las tinieblas y a los fantasmas que sólo constan de huesos descamados. La muerte, o nos aniquila, o nos despoja. Si salimos del cuerpo, abandonando el peso, nos queda la mejor parte; si somos aniquilados, no nos queda nada; bienes y males, todo nos ha sido quitado.
19
Permite que traiga aquí a colación un verso tuyo, advirtiéndote antes que no lo escribiste para los demás, sino también para ti. Es deshonroso decir una cosa y sentir otra, ¡y mucho más aún escribir una cosa y sentir otra! Recuerdo que tratabas de este tópico: que no paramos en la muerte de súbito, sino que nos encaminamos a ella paso a paso.
20-21
Cada día morimos, cada día perdemos una porción de nuestra vida, y hasta cuando crecemos, nuestra vida decrece. Perdimos la infancia, después la mocedad, después la juventud. Hasta el día de ayer, todo el tiempo pasado está muerto, y aun el propio día de hoy lo repartimos con la muerte. Tal como no es la postrera gota la que interrumpe el chorro en la clepsidra, sino todas las que habían manado anteriormente, así aquella postrera hora en que dejamos de ser no es la única en producir la muerte, sino en consumarla; entonces, llegamos a la muerte, pero ya hace tiempo que hemos ido caminando hacia ella. Exponiendo esta idea con tu acostumbrada elocuencia, siempre grande, pero nunca tan penetrante como cuando tomas prestadas las palabras a la verdad, dijiste: «La muerte no viene toda a la vez: la que se nos lleva es la última muerte». Prefiero que leas esto y no mi carta, pues de esta suerte verás que la muerte que tememos es la postrera, pero no la única.
22
Veo hacia dónde miras: buscas lo que llevo colgado en mi carta, qué frase valerosa, qué precepto útil. Te envío algo sobre esta materia que hemos tratado. Epicuro censura por igual a los que temen la muerte y a los que la desean, y dice: «Es ridículo correr a la muerte por tedio de la vida, cuando es la manera de vivir lo que hace correr a la muerte».
23
Asimismo, dice en otro lugar: «¿Qué cosa podría ser tan ridícula como desear la muerte cuando el miedo a la muerte te ha angustiado toda la vida?». Puedes añadir a ello otra sentencia del mismo estilo, o sea que es tanta la imprudencia, y más la locura, de los hombres que algunos se ven forzados a morir por temor a la muerte.
24
En cualquiera de estas sentencias que medites cobrarás fuerzas para sufrir la muerte, o para soportar la vida, ya que precisa consejo y valor para ambas cosas, para no amar demasiado ni odiar demasiado la vida. Aun cuando la razón nos persuada que hemos de poner fin a nuestra vida, no hemos de tomar ímpetu temerariamente, de golpe.
25
El hombre sabio y fuerte no tiene que huir de la vida, sino saber salir de ella. Y antes que cualquier otra, tiene que saber evitar aquella pasión que ha dominado a tantos: el afán de morir. Porque, querido Lucilio, existe también, como para otras cosas, una inclinación desordenada hacia la muerte, que con harta frecuencia ha dominado, ya a varones generosos e incorruptibles, ya, también a menudo, a hombres cobardes y muelles; aquéllos menosprecian la vida, éstos la encuentran poco llevadera.
26
A algunos les entra la desgana por tener que ver y hacer siempre las mismas cosas; no el odio, sino el aburrimiento de la vida, en el cual caemos empujados por la propia filosofía cuando andamos diciendo: «¿Hasta cuándo las mismas cosas? Despertar y dormir, tener apetito y saciarse, tener frío, tener calor. No hay nada que acabe, antes puede decirse que todas las cosas de la Naturaleza quedan enlazadas, huyen, se persiguen. La noche empuja al día, el día a la noche, el verano termina en el otoño, el otoño es espoleado por el invierno, el cual es empujado por la primavera; así vemos que todas las cosas pasan para tornar. Ni hago nada nuevo ni veo nada nuevo; a la postre, esto también produce náuseas». Existen hombres que no encuentran la vida amarga, sino superflua.