Cartas a Lucilio

IV. La muerte

IV

LA MUERTE

Desde que nacemos caminamos hacia la muerte. La muerte llega por igual a todos los hombres. Alcanzó a los más grandes y poderosos. Siendo el último de ellos, la muerte no puede ocasionarnos grandes males. Debiéramos temerla si se quedara junto a nosotros, pero una de dos: o nos alcanzará, o pasará. La mayoría oscila entre el miedo a la muerte y los tormentos de la vida, y no quieren vivir, pero no saben morir. Debemos procurarnos una vida agradable sin preocuparnos por ella: sólo es útil verdaderamente aquel bien para cuya pérdida estamos preparados. Partir con espíritu sereno, cuando se acerca la hora inevitable, exige largo aprendizaje.

Es tan necio quien teme la muerte como quien teme la vejez, porque, así como la vejez sigue a la juventud, la muerte sigue a la vejez. Se niega a vivir quien se niega a morir. Si hemos de temer la muerte, hemos de temerla siempre, pues todos nuestros momentos están tocados por ella: la vida nos ha sido concedida con su limitación, y, en el curso de nuestra existencia, ella misma se ejerce como una sucesión de vida y de muerte: nacemos muriendo y vivimos muriendo.

Hemos de vivir haciendo el aprendizaje de la muerte. Morir más pronto o más tarde no es la cuestión: es morir bien o mal. Cada cual debe hacer su vida aceptable a los demás; su muerte, a sí mismo. Ésta, que tanto nos asusta y que rechazamos, interrumpe la vida, no la arrebata. En nuestro mundo nada se extingue, todo perece y vuelve y se levanta. La muerte es ese estado de transición para que todo vuelva a revivir.

Séneca lloró en exceso la muerte de su amigo Anneo Sereno, pensando que era más joven que él, como si los hados tuvieran en cuenta la edad. La muerte de un amigo es la mayor de todas las pérdidas, pero el dolor excesivo en el duelo de su muerte puede implicar cierta vanidad, aunque nada quita que la congoja tenga también su placer. Debemos mostrarle nuestro afecto al amigo en vida, no en la muerte, pues no sólo ésta nos lo quita: también la vida lo hace a cada rato. Aunque la muerte nos los haya quitado, una gran parte de los que hemos querido se queda con nosotros: el tiempo pasado es nuestro, y nada está en lugar más seguro que lo que ya ha sido.

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