Carta 110: No debemos alimentar los vicios con los bienes materiales
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No debemos alimentar los vicios con los bienes materiales
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Yo te saludo desde mi finca de Nomento y te deseo la salud del alma, es decir, que tengas propicios todos los dioses, los cuales son clementes y favorables para todo aquel que se ha reconciliado consigo mismo. Deja de lado por ahora aquella creencia tan cara a algunos, a saber, que cada uno de nosotros recibe por guía un dios, no uno de los grandes, sino uno de categoría inferior, de la clase de aquellos que Ovidio llama «dioses plebeyos». Pero no sin recordarte que nuestros padres, que así lo creyeron, eran estoicos: ellos dieron a cada uno su Genio o su Juno.
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Más tarde veremos si los dioses tienen ocasión de ocuparse en los negocios de los particulares; mientras, sabe que tanto si quedamos confiados a su guarda como si somos descuidados y abandonados a la Fortuna, para nadie podrías pedir nada peor que si le deseabas airarse contra sí mismo. Tampoco es necesario que invoques la cólera de los dioses sobre aquel que creas digno de castigo: por encima de él se cierne esta cólera, aunque parezca que lo encumbra el favor de los dioses.
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Aplica tu sagacidad a ver qué son nuestras cosas, no cómo se llaman, y sabrás que nos llegan más desventuras de la buena fortuna que de la mala. ¿Cuántas veces fue de hecho causa y principio de felicidad aquello que había sido considerado como una desventura? ¿Cuántas veces una cosa recibida con bellos augurios vino a ser un peldaño para caer y ha elevado un grado más a un hombre ya encumbrado, como pensando que la caída del lugar donde estaba era aún de poco peligro?
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Pero esta misma caída no tiene en sí nada malo si consideras la última salida, más allá de la cual la Fortuna ya no hace caer a nadie. Bien cercano es el término de toda cosa; bien cercano, repito, tanto aquel punto desde el cual el feliz es lanzado, como aquel otro desde el cual es precipitado el infeliz; uno y otro lo extendemos nosotros con la esperanza o con el temor lo alargamos. Pero si tienes buen juicio mide todas las cosas según la condición humana, acorta a la vez tus alegrías y tus temores. Harto vale la pena no gozar de nada por mucho tiempo, para no tener que temer nada por mucho tiempo.
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Pero ¿por qué hablar de abreviar este mal? No hay nada que deba ser tenido por temible: son bien vanas aquellas cosas que nos conturban y nos hielan la sangre. Ninguno de nosotros ha investigado lo que tengan de real; es un temor del que unos contagian a otros. Nadie ha osado acercarse a la causa de su perturbación a fin de conocer la naturaleza y el aspecto bueno de aquello que teme. Así es como una cosa vacía y falsa conserva todo su prestigio, porque nadie viene a discutir su valor.
Convenzámonos de que vale la pena posar la mirada en estas cosas; pues llegaríamos a ver claramente cuán breves son las desdichas que tenemos, cuán inciertas, y, a lo mejor, cuán dignas de confianza. La turbación de nuestra alma es como la juzgara Lucrecio:
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Tal como tiemblan los niños y entre las densas
tinieblas todo les da miedo, así nosotros temblamos a plena luz.
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Pues bien, ¿no son más insensatos que cualquier niño los que andan medrosos a plena luz? Pero Lucrecio es falso. No es que tengamos miedo a plena luz, ya que todo lo hemos convertido en tinieblas. No distinguimos nada, ni lo perjudicial ni lo conveniente; toda la vida caminamos sin tino, sin por ello detenernos ni mirar con mayor atención dónde ponemos el pie. Harto comprenderás qué locura es correr en la oscuridad. Pero, ¡por Hércules!, si lo hacemos es porque la muerte ha de llamarnos de más lejos, y a pesar de no saber adónde somos conducidos, persistimos en nuestra rápida carrera hacia el lugar de nuestros deseos.
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Pero si queremos puede clarear la luz del día. El único medio para ello es adquirir la ciencia de las cosas humanas y de las divinas, y no sólo teñirse, sino empaparse con ella; es volver a pensar estas cosas, aunque ya sean sabidas, y recordarlas a menudo; es andar buscando qué cosas son buenas, qué otras son malas y a cuáles se ha puesto este nombre indebidamente; investigar sobre lo que es honesto y lo que es vergonzoso y sobre la Providencia.
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Ni aquí se detiene la penetración del pensamiento humano, pues se complace en extender la mirada más allá del cielo, para ver hacia dónde somos conducidos, de dónde surge y a qué fin se dirige el rapidísimo movimiento del Universo. Pero desviando el espíritu de esta contemplación divina, lo hemos arrastrado por las cosas innobles y abyectas a fin de hacerlo sirviente de la avaricia, y dejando el cielo y sus límites y los poderes que todo lo mueven le hemos hecho abrir cavernas en la tierra para extraer de ella algún aciago tesoro, no contentos con los frutos que de buen grado nos rinde.
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Todo aquello que tenía que sernos un bien, Dios, padre nuestro, lo puso a nuestro alcance. No aguardó que nosotros lo anduviésemos buscando, nos lo dio espontáneamente: en cambio hundió muy profundamente las cosas dañinas. Sólo nos podemos quejar de nosotros mismos, que hemos sacado a la luz aquello que iba a perdernos, pese a que la Naturaleza lo escondiera. Hemos entregado nuestra alma a los placeres, la licencia de los cuales es el principio de todas las maldades; la hemos abandonado a la ambición y al deseo de fama y otras pasiones no menos vanas y vacías.
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¿Qué te aconsejo, pues, que hagas? Nada nuevo, puesto que no son nuevos los males para los cuales buscamos remedio; primeramente, examina, pues, a solas lo que es necesario y lo que es superfluo. Las cosas necesarias saldrán por doquier a tu encuentro; las superfluas tendrás que buscarlas siempre y con el mayor ahínco. Y no tendrás motivo de vanagloriarte mucho si menosprecias los techos de oro y los muebles incrustados de piedras preciosas; por cuanto, ¿qué virtud sería esta de menospreciar las cosas superfluas? Podrías vanagloriarte si menospreciases las necesarias. No significa gran cosa poder vivir sin una fastuosidad regia, no desear jabalíes de mil libras, ni lenguas de fenicópteros, ni otros prodigios del lujo que ya desdeña los animales enteros y sólo escoge de cada uno ciertas partes. Te admiraré cuando desdeñes incluso el pan negro, cuando llegues a persuadirte de que, si es necesario, la hierba no nace solamente para los animales, sino también para el hombre; cuando tengas por cierto que los brotes de los árboles pueden servir para llenar el vientre, en el cual encierras viandas de gran precio, como si conservase las cosas que recibe. Hay que llenarlo sin golosinear; pues, ¿qué importa que lo llenes de unas cosas o de otras si tiene que destruir todo lo que reciba?
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Te atraen por tan bien dispuestas tantas viandas escogidas en mares y tierras, en unas de las cuales agrada que sean presentadas a la mesa bien frescas; en otras, que sean cebadas de animales obligados a engordar hasta tal punto que incapaces de retener la grasa casi les rezuma; te atrae el magnífico aspecto que el arte sabe darles. Pero, ¡por Hércules!, todo esto buscado y procurado con tanta diligencia, aliñado de tan diversas maneras, cuando penetre en el vientre será refundido en una misma sustancia. ¿Quieres menospreciar las delicias de los guisos? Mira en qué terminan.
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Recuerdo que Atalo decía con gran admiración de todos: «Por mucho tiempo me deslumbraban las riquezas. Me pasmaba descubrir en este o aquel lugar refulgir algo de ellas; creía que el fondo que ocultaban era tal como aparecía por fuera. Pero en una solemne exhibición tuve ocasión de contemplar todas las riquezas de Roma: cincelados en oro y plata y en materiales más valiosos que el oro y la plata, colores exquisitos y vestidos importados no sólo de más allá de nuestras fronteras, sino también de las de nuestros enemigos; aquí, multitud de adolescentes admirables de belleza y atavío; allí, gran número de hermosas mujeres, y todo aquello de que, dándose cuenta de todas sus riquezas, podía jactarse la fortuna del más grande de los Imperios.
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»¿Qué otra cosa es todo esto, sino encandilar los apetitos de los hombres, ya de suyo bastante encendidos? ¿Qué significa esa ostentación de dinero? ¿Es que nos hemos reunido para recibir lecciones de codicia? Pero, ¡por Hércules!, me llevé de allí menos ambición de la que había traído. Menosprecié las riquezas no por superfluas, sino por pequeñas.
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»¿Viste en cuán pocas horas pasó aquel cortejo, a pesar de andar tan lentamente y ser tan ordenado? ¿Ocuparía toda nuestra vida lo que no ha podido ocupar un día entero? Y aquel mi desdén provenía también de pensar que aquellas riquezas eran tan inútiles para sus posesores como lo habían sido para sus espectadores. Pues cada vez que me deslumbra una cosa parecida, que aparece ante mi vista una cosa espléndida, un séquito brillante de esclavos, una litera sostenida por portantes de magnífica figura, he aquí lo que me digo: ¿De qué te maravillas? ¿De qué te pasmas? Todo junto no es más que pompa. Estas cosas se enseñan, pero no se poseen, y no placen sino de pasada.
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»Antes bien, vuélvete a las verdaderas riquezas; aprende a contentarte con poco, y con espíritu grande y valeroso proclama aquella sentencia: “Tenemos agua, tenemos polenta, en felicidad podemos competir con el propio Júpiter”. Compitamos con él, te lo ruego, aun si estas cosas nos faltan. Es vergonzoso hacer consistir la felicidad en oro y plata, pero no lo es menos hacerla consistir en agua y polenta.
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»¿Qué haré, pues, si no tengo estas cosas? ¿Me preguntas el remedio de la necesidad? El hombre acaba con el hambre; y, por otra parte, ¿qué importa que sean grandes o pequeñas las cosas que te fuerzan a la servidumbre? ¿Qué importa cuán pequeño sea aquello que te puede negar la Fortuna?
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»Esa misma agua y esa misma polenta dependen del arbitrio ajeno; y ten presente que el hombre libre no es aquel en quien puede poco la Fortuna, sino aquel en quien no puede nada. Así es realmente: conviene que no desees nada si piensas desafiar a Júpiter, libre éste de todo deseo». Esta cosa nos dijo Atalo, pero la naturaleza las dice de continuo a todo el mundo; si quieres meditarlas a menudo, trabajarás para ser feliz, no para parecerlo; en todo caso, para parecerlo no ante los demás, sino ante ti mismo.