Cartas a Lucilio

Carta 75: Sencillez en el estilo.

75

Sencillez en el estilo. Expresar lo que sentimos y sentir lo que expresamos

1

Te quejas de que mi estilo carece de pulimento. Pero ¿quién es el que pretende hablar con elegancia sino aquel que desea hablar amaneradamente? Tal como sería de llana y espontánea nuestra conversación si estuviéramos sentados platicando, o anduviésemos juntos de camino, así quiero que sean mis cartas, que no tengan nada de rebuscado ni de fingido.

2

Si fuese posible, preferiría mostrar mis sentimientos antes que expresarlos. Ni en una discusión patearía, o agitaría la mano, o levantaría la voz, antes bien, dejaría estas cosas a los oradores, contentándome con que mis pensamientos llegasen a ti sin adornarlos ni envilecerlos.

3

De una sola cosa querría convencerte: de que siento cuanto digo, y no solamente lo siento, sino que le tengo afecto. Los hombres besan de una manera a su amiga, y de otra a sus hijas; con todo, también en este beso, tan honorable y casto, se manifiesta claramente el afecto. No querría, ¡por Hércules!, que fuesen secas y áridas las palabras que expresen tan grandes cosas, pues la filosofía no renuncia al ingenio, pero tampoco es menester gastar grandes esfuerzos en las palabras.

4

Todo nuestro propósito debe reducirse a decir lo que sentimos y a sentir lo que andamos diciendo: nuestra palabra tiene que estar de acuerdo con nuestra vida. Ha cumplido rectamente su encomienda aquel que encuentras igual tanto cuando es visto como cuando es oído.

5

Ya veremos qué especie de hombre es y dónde llega, pero sea primero sólo un hombre No es placer, sino provecho lo que tienen que producir nuestras palabras. Pero si podemos contar con la elocuencia sin buscarla, si se tiene a mano, lléguese en buena hora a ponerse al servicio de las ideas nobles, pero compórtese de manera que más que enseñarse ella misma nos enseñe las ideas. Las otras artes sólo atienden al ingenio de la expresión, pero aquí se trata del gran negocio del alma.

6

El enfermo no busca un médico que sea elocuente; mas si acierta a suceder que el que sabe curar sea por otra parte capaz de expresarse con elegancia, todo eso tendrá de más. Pero no hallará motivo alguno para felicitarse de estar en manos de un médico elocuente, pues esta cualidad es para un médico como la belleza para un piloto hábil.

7

¿Por qué me cosquilleas los oídos? ¿Por qué me los llenas de delicias? Bien otra cosa es lo que conviene: el cauterio, el cuchillo, la dieta. Para ello has sido llamado: tienes que curar una enfermedad antigua, grave, general; tienes entre manos un asunto tan serio como el de un médico en una epidemia. ¿Y te preocupas de las palabras? Puedes sentirte contento si prestas alcance a las cosas. ¿Cuándo aprenderás tantas como precisa aprender? ¿Cuándo las asimilarás tan íntimamente que ya no puedas olvidarlas? ¿Cuándo las probarás con la experiencia? Pues no es suficiente, como en otras materias, confiarlas a la memoria: precisa ensayarlas en la práctica.

8

«Pues, ¿qué? ¿No existen entre los sabios grados intermedios? ¿No hallamos el precipicio junto a la sabiduría?» No lo creo así, pues aquel que progresa se puede contar aún entre el número de los faltos de juicio, pero ya le separa de éstos una gran distancia, y aun entre los mismos que progresan existen grandes diferencias. Según algunos, se dividen en tres clases.

9

Los primeros son aquellos que aún no han adquirido la filosofía, pero ya han conseguido sentar la planta en sus contornos; mas una cosa cercana queda, a pesar de todo, todavía fuera. ¿Me preguntas quiénes son ésos? Aquellos que ya han dejado todas las pasiones y todos los vicios, que ya han escogido aquellas cosas en las que pretenden asentar su afecto, aunque la confianza que abrigan no ha sido experimentada aún. No gozan todavía del uso de su bien, pero ya no pueden recaer en aquellas cosas de las cuales huyeron. Ya han alcanzado aquel punto del cual no se puede resbalar hacia atrás, mas esto no consta aún a su propio espíritu: según recuerdo haber escrito en una carta, en aquella sazón «no sabemos que sabemos». Tienen la fortuna de gozar de su bien, pero no la de confiar en él.

10

Algunos definen esta especie de proficientes de que estoy hablando diciendo que ya se han liberado de las dolencias del alma, pero aún no de las pasiones, y que se encuentran todavía en terreno resbaladizo; por cuanto nadie se encuentra fuera de todo peligro de mal si no se lo ha sacudido del todo de encima, y sólo lo ha sacudido del todo quien ha puesto en lugar de él la sabiduría.

11

La diferencia entre las enfermedades del alma y las pasiones ya ha sido expuesta por mí repetidas veces. Pero te la voy a recordar una vez más: las enfermedades son los vicios inveterados y endurecidos, como la avaricia y la ambición, las cuales han atado el alma con gran violencia y se han convertido en dolencias permanentes. Para definirla brevemente te diré que la enfermedad del alma es la pertinacia del juicio en el mal, como, por ejemplo, creer que es deseable en gran manera aquello que sólo lo es levemente; pero, si lo prefieres, podemos definirla así: buscar con demasiado afán las cosas poco deseables o indeseables del todo, o tener en gran estima aquello que sólo merece poca o ninguna.

12

Las pasiones son movimientos reprobables, súbitos e impetuosos del alma, los cuales, si se hacen frecuentes y son desatendidos, acarrean la enfermedad, tal como un catarro que no se ha tornado crónico causa tos, pero un catarro persistente e inveterado produce la tisis. Así vemos que los que han progresado mucho quedan fuera del alcance de las enfermedades, mas a pesar de hallarse cerca de los perfectos experimentan todavía las pasiones.

13

La segunda clase es la de aquellos que han abandonado las más peligrosas dolencias del alma y también las pasiones, pero no tienen una posesión firme de su seguridad, ya que pueden recaer en aquéllas.

14

La tercera clase se ha liberado de muchos y grandes vicios, mas no de todos. Se ha desasido de la avaricia, pero aún experimenta la ira; ya no le tienta la lujuria, aunque sí la ambición; ya no tiene apetitos, pero todavía tiene temores en los cuales se muestra bastante firme delante de ciertas cosas, pero cede delante de otras; menosprecia la muerte, mas le asusta el dolor.

15

Meditemos un poco sobre esta clase. Estemos contentos de nuestra suerte si somos admitidos en aquélla. Precisa un temperamento muy afortunado y una asidua aplicación al estudio para ocupar el segundo rango, pero el tercero tampoco es despreciable. Piensa cuánta copia de males ves en derredor tuyo, fíjate cómo no hay ningún crimen sin ejemplo, cómo de día en día avanza la maldad, cómo se peca en privado y en público, y entenderás que bastante hemos conseguido si no somos de los pésimos.

16

«Pero yo —dices— espero poder penetrar en un rango más honorable.» Para nosotros lo desearía más que lo prometería: el mal nos ha captado por adelantado, nos esforzamos hacia la virtud con el impedimento de los vicios. Da vergüenza tener que decirlo: cultivamos la virtud en los momentos de ocio. ¡Pero qué premio tan grande nos aguarda si quebramos todos los estorbos y las malas tendencias tan tenaces!

17

Ya no nos maltratarán los apetitos ni el temor; inmóviles ante todos los terrores, incorruptibles ante todos los deleites, ni la muerte ni los dioses nos aterrorizarán, pues sabremos que la muerte no es ningún mal y que los dioses no son poderes malignos. Tan débil cosa es lo que mueve como lo que es movido. Las cosas excelentes están faltas de virtud nociva.

18

Si llegamos a levantarnos de este fango hacia aquella región sublime y excelsa, nos aguarda allí una gran tranquilidad de espíritu y una absoluta libertad franca de todo error. ¿Preguntas qué libertad? No temer a los hombres, ni a los dioses; no desear nada deshonesto, ni desmesurado; tener absoluta posesión de sí mismo. Es un tesoro inestimable hacerse dueño de nuestro propio ser.

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