Carta 9: La amistad del sabio
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La amistad del sabio
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Deseas saber si Epicuro lleva razón al censurar en una de sus cartas a aquellos que andan diciendo que el sabio se basta a sí mismo, que no le precisa amigo alguno. Epicuro expuso estas razones para atacar a Estilpón y a otros, que veían el bien supremo en el alma impasible.
2
No podemos escaparnos de la ambigüedad si queremos traducir la palabra «apátheia» con un solo vocablo, diciendo «impaciencia», puesto que podría entenderse lo contrario de lo que queremos significar. Nosotros nos referimos a aquel hombre que rechaza toda sensación de mal, y podría interpretarse como si nos refiriésemos a aquel para quien todo mal resulta insoportable. Considera, pues, si no sería mejor traducir aquel concepto por «alma invulnerable», o bien por «alma situada por encima de todo padecimiento».
3
La diferencia entre nosotros y ellos estriba en que nuestro sabio vence ciertamente cualquier calamidad, pero la siente; el sabio de ellas, ni siquiera la siente. El punto común entre ellos y nosotros es que el sabio se contenta con él sólo, pero en nosotros, por mucho que se baste a sí mismo, desea tener un amigo, un vecino, un camarada.
4
Mira si se contenta con él únicamente, que alguna vez se contenta con una parte de sí mismo. Si una enfermedad, o un enemigo, le corta una mano; si un azar le arranca un ojo, o los dos, se sentirá satisfecho con los miembros que le queden, y con un cuerpo amputado y disminuido se sentirá tan gozoso como se había sentido con un cuerpo íntegro; pero los miembros por los cuales no suspira cuando le faltan, preferiría, en verdad, que no le faltasen.
5
Si el sabio siéntese satisfecho con sólo él mismo, no es que quiera carecer de amigo, sino que le es posible estar sin él. Y cuando digo que le es posible, quiero significar que sufre pacientemente la pérdida del amigo. El sabio, en verdad, jamás carecerá de amigo, ya que tiene en su poder el poderlo reemplazar. Tal como Fidias, si pierde una estatua, puede sin tardanza hacer otra, así aquel artista hábil en crearse amistades logrará colocar otro amigo en el lugar del que ha perdido.
6
¿Me pides cómo nos podemos hacer un amigo rápidamente? Te lo diré si te avienes a que te pague en el acto lo que te debo y quedemos en paz por lo que a esta carta se refiere. Dice Hecatón: «Te enseñaré una receta para hacerte amar sin drogas, ni hierbas, ni versos mágicos de bruja; si quieres ser amado, ama». Procura gran placer no sólo la costumbre de una amistad antigua y firme, sino también el comienzo y la adquisición de otra nueva.
7
La diferencia que media entre el agricultor que siembra y el que recoge existe también entre el que ha ganado una amistad y el que va a ganarla. A menudo decía el filósofo Atalo que es más dulce hacerse un amigo que retenerlo, «tal como para un artista es más dulce pintar que haber pintado». Ocupado entonces el artista con gran afán en su obra, encuentra en ello gran delectación. No halla ya tanto placer cuando retira la mano de la obra acabada; ahora goza del fruto de su arte; antes, cuando pintaba, gozaba del propio arte. En nuestros hijos rinde mayores frutos la adolescencia, pero posee más encantos la infancia.
8-9
Volvamos a nuestro propósito. El sabio, por más que se baste a sí mismo, con todo, desea tener un amigo, aunque solamente sea para ejercer la amistad, a fin de que tan grande virtud no permanezca sin cultivar, y no, como dice Epicuro en esta misma carta, «por tener quien le asista en la enfermedad, quien le socorra en la prisión o en la escasez», sino por tener alguien a quien asistir en la enfermedad, a quien procurar libertar cuando se vea rodeado de enemigos. Quien no mira más que a sí mismo, y, según este criterio, contrae una amistad únicamente en interés propio, piensa indignamente. Acabará tal como haya comenzado. Ha querido prepararse un amigo para que le socorra en el cautiverio, y este amigo, en cuanto ha percibido ruido de cadenas, se ha apartado. Éstas son aquellas amistades que la gente llama oportunistas. Quien haya sido admitido por utilidad, agradará mientras sea útil. De ahí aquella muchedumbre de amigos en derredor de las fortunas florecientes; en derredor de los arruinados sólo hallaremos soledad, ya que los amigos huyen de aquellos lugares donde son puestos a prueba. De ahí tantos ejemplos de deslealtad, de unos que abandonan por cobardía, de otros que por cobardía traicionan. Es menester que haya concordia entre el principio y el fin. Quien comience a ser amigo por conveniencia, acabará de serlo también por conveniencia. Llevará la ventaja a la amistad cualquier recompensa si en la amistad preferimos cualquier cosa distinta de ella misma.
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«¿Por qué contraer una amistad?» A fin de tener por quien poder morir, de tener alguien a quien seguir en el exilio, a quien salvar la vida a expensas de la nuestra. Esto que describes no es una amistad, es negocio, ya que acude a cualquier provecho y siempre anda mirando qué ganancia podrá realizar.
11
Indudablemente existe alguna semejanza entre la amistad y el afecto que se tienen los enamorados: el amor puede definirse como una amistad enloquecida. ¿Por ventura existe alguien que se enamore por afán de lucro, por ambición o por gloria? Es por razón de él mismo por lo que el amor, olvidando cualquier otro interés, enciende las almas en el afán de la belleza, no sin la esperanza de mutua estimación. ¿Pues, qué? ¿Una causa más noble produciría un afecto vergonzoso?
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«Ahora —me dices— no se trata de saber si la amistad es deseable en sí misma.» Bien al contrario, esto es lo que, más que cualquier cosa, precisa demostrar; puesto que, si la amistad es deseable en sí misma, puede acercársele quien tiene puesto todo su contentamiento en sí mismo. «¿Cómo se acerca, pues, a ella?» Como a la cosa más bella, sin que le seduzca la ganancia ni le amedrante un cambio de fortuna. Despoja a la amistad de su majestuosa grandeza quien se acerca a ella buscando intereses personales.
13
«El sabio se contenta consigo mismo.» Pero esto, Lucilio, la mayor parte lo interpretan mal: excluyen al sabio de todo lugar y lo recluyen en su pellejo. Pero es menester penetrar muy bien el sentido y el alcance que promete esta sentencia. El sabio se basta a sí mismo para vivir feliz, pero no para vivir. Para vivir le precisan muchas cosas, pero para vivir feliz sólo le hace falta un alma sana y elevada que sepa desdeñar a la fortuna.
14
Quiero hacerte notar una distinción de Crisipo, el cual dice que el sabio no siente necesidad de nada, pero le hacen falta muchas cosas, «mientras el necio, al contrario, no siente necesidad de nada, porque no sabe servirse de ninguna cosa, pero le hacen falta todas». Al sabio le hacen falta las manos, los ojos y otras muchas cosas indispensables para los usos cotidianos, pero no siente necesidad de ninguna de estas cosas, ya que experimentar una necesidad es hacerse esclavo de ella: para el sabio no existe nada necesario.
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Y así es como, por más que el sabio se baste a sí mismo, le hacen falta amigos y los desea cuanto más numerosos puedan ser, pero no para vivir felizmente, pues sin ellos también sería feliz. El bien supremo no busca sus medios fuera de sí mismo; es dentro de su propia casa donde es honrado, y surge por entero de sí mismo. En cuanto el hombre busca una parte de él fuera de sí mismo, cae bajo la esclavitud de la fortuna.
16
«¿Cuál será, pues, la vida del sabio si, falto de amigos, es encerrado en una prisión o se encuentra solo en una nación extranjera, o si es retenido por una larga navegación o lanzado a una playa desierta?» Será como la de Júpiter cuando, disuelto el Universo y confundidos en un solo caos los dioses y la Naturaleza dejando por un momento de existir, se recoge en sí mismo entregándose a sus pensamientos. Cosa parecida realiza el sabio: se repliega en sí mismo, queda en compañía de sí mismo.
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Con tal que le sea permitido ordenar las cosas a su gusto, el sabio se basta solo; pero toma esposa, y se basta solo; engendra hijos, y se basta solo, y, a pesar de todo, no viviría si le fuese menester estar solo. Lo que le conduce a la amistad no es la utilidad propia, sino una exaltación natural, ya que, de manera igual a las demás cosas, también la amistad tiene para nosotros una dulzura innata. De la misma manera que la soledad es odiosa y la compañía deseable, y la Naturaleza acerca a los hombres entre sí, un natural estímulo determina que las amistades nos agraden.
18
A pesar de todo, amantísimo de los amigos que se ha procurado, y que a menudo ha preferido a sí mismo, el sabio confina todos sus bienes dentro de sí mismo y dice aquello que dijera aquel Estilpón, a quien ataca la carta de Epicuro. Caída su patria, perdidos los ojos y la esposa, habiendo salido del trance en vida, sólo él, y a pesar de todo contento, del incendio general, le preguntó Demetrio, aquel a quien llamaron Poliorcetes, por el número de ciudades que había destruido, si había perdido algo; y el filósofo contestó: «Todos mis bienes están en mí».
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He aquí el varón fuerte y valeroso, que supo hacer suya la victoria del enemigo. «Nada he perdido», dijo, haciendo dudar de su victoria al vencedor. «Todos mis bienes están en mí»: la justicia, la firmeza, la prudencia, y aquel mismo sentir como bienes sólo aquellas cosas que no pueden sernos arrebatadas. Admiramos a ciertos animales que cruzan por entre el fuego sin experimentar daño corporal alguno: ¡cuánto más admirable no fue aquel varón que cruzó ileso entre el hierro, las ruinas y los incendios, que consiguiera salir incólume de trance parecido! ¿No ves que es más fácil vencer a toda una nación que a un hombre? Esta palabra de Estilpón es la misma del estoico, que también lleva consigo intactos sus bienes a través de las ciudades incendiadas, ya que se basta a sí mismo y confina su ventura dentro de aquellos límites.
20
No creas que seamos nosotros los únicos que decimos palabras valerosas: el propio Epicuro, el denigrador de Estilpón, pronunció palabras semejantes a las mías, las cuales deberás rebajar de mi cuenta, aunque la deuda de hoy era ya libre: «Si alguien cree que lo que posee no es bastante, será un miserable, aunque sea el dueño del mundo».
21
Verás que tales sentencias son de sentido común, es decir, son dictadas por la Naturaleza, cuando las encontramos en un poeta cómico: «No puede ser feliz quien no cree serlo». ¿Qué te importa cuál sea en realidad tu situación, si a ti te parece mala?
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«Pues qué —me dices— si aquel hombre acaudalado, enriquecido vergonzosamente, y aquel dueño de muchos esclavos, pero esclavo de muchos más dueños, se proclama feliz, ¿esta sentencia contribuirá a que lo sea?» No es lo que dice, sino lo que siente, la cosa que importa, y no lo que sienta un día, sino habitualmente. No es menester que andes temiendo que una cosa excelsa caiga en manos de un hombre indigno: sólo al sabio agradan los bienes propios. Toda necedad sufre del hastío de sí misma.