Carta 21: La gloria depende de la sabiduría y no de la fortuna
21
La gloria depende de la sabiduría y no de la fortuna. Séneca promete a Lucilio que sus cartas le darán celebridad
1
Crees que tendrás que luchar con aquellas dificultades de las cuales me escribías; con quien más tendrás que luchar es contigo mismo: eres tú mismo quien te estorbas. No sabes bien lo que quieres; más pronto apruebas la rectitud que la sigues; ves dónde reside la felicidad, pero no tienes valor bastante para llegar a ella. La cosa que te lo impide, ya que tú no la ves, voy a decírtela: tienes por gran cosa lo que has de dejar, y en cuanto te propones aspirar a aquella seguridad que confías poder alcanzar, te detiene el brillo de la vida de la cual tienes que apartarte, supones que vas a caer en las tinieblas y el fango.
2
Te equivocas, Lucilio: pasar de esta vida a aquélla es ascender. Acontece a quien va de la primera a la segunda de estas vidas como a quien va del resplandor a la luz, ya que ésta tiene un origen bien determinado en sí misma, mientras el resplandor brilla con claridad prestada; la primera vida resplandece con un brillo que le viene de fuera, y cualquier cosa que se interponga proyecta una sombra oscura; la segunda fulgura con luz propia. Son tus estudios los que te harán glorioso y noble.
3
Te referiré un ejemplo de Epicuro. Escribiendo a Idomeneo para invitarle a pasar de la vida ostentosa a la gloria genuina y firme, diría a aquel ministro de un poder inflexible, ocupado en graves asuntos: «Si te mueve la gloria, más notorio te harán mis cartas que estas cosas de que te alabas y por las cuales eres alabado».
4
¿Dijo nada que no fuese verdad? ¿Quién conocería hoy a Idomeneo si Epicuro no hubiese tratado de él en sus cartas? El más profundo olvido ha borrado el nombre de todos aquellos magnates y sátrapas, y aun el del mismo rey del cual Idomeneo recibiera el poder. Las cartas de Cicerón salvan de la muerte el nombre de Ático, al cual de nada le habría servido tener por yerno a Agripo, por segundo yerno a Tiberio y a Bruto César por bisnieto; entre tan grandes nombres no sería mencionado por nadie si Cicerón no le hubiese asociado a su propia gloria.
Profundamente nos cubrirá la alta mar de los siglos, pocos genios asomarán la cabeza por encima de las aguas; antes de parar en el mismo silencio lucharán contra el olvido y por algún tiempo lograrán defenderse de él. Lo que Epicuro pudo prometer a su amigo, yo te lo prometo, Lucilio: yo gozaré del favor de la posteridad, tendré el privilegio de sacar a flote, junto a mi nombre, el de otros. Nuestro Virgilio prometió en la Eneida la inmortalidad a dos de sus héroes y se atuvo a ello:
5
¡Bendita pareja! Si nada pueden mis versos,
ningún tiempo os borrará de la memoria de los siglos
mientras la estirpe de Eneas more sobre la roca capitolina
y el dueño romano conserve el Imperio.
6
Todos cuantos la fortuna pusiera en lugar visible, todos los que han sido instrumentos y actores del poder de otro, han visto florecer el favor de los demás, su casa frecuentada, mientras se han mantenido en pie; una vez caídos, su memoria se ha desvanecido con presteza. En cambio, el prestigio de los genios crece con el tiempo; y no es solamente a ellos a quienes se rinde honor, sino que halla buena acogida todo lo que va unido a su memoria.
7
A fin de que Idomeneo no haya entrado de balde en mi carta, será él quien pague el tributo. Epicuro le escribió una carta aconsejándole que no enriqueciese a Pítocles por la equivocada vía ordinaria. «Si pretendes —le decía— enriquecer a Pítocles, no precisa aumentarle el dinero, antes minorar sus apetencias.»
8
Bastante clara es esta sentencia para que no precise interpretarla, bastante decisiva para que no exija refuerzo. Te advierto solamente que no creas que lo dicho sólo pueda aplicarse a las riquezas: dondequiera que lo apliques revelará la misma eficacia. Si quieres hacer honorable a Pítocles, no tienes que aumentarle los honores, sino hacerle disminuir las pretensiones; si quieres que Pítocles se deleite perpetuamente, no le has de acrecentar los placeres, sino disminuir en él las apetencias; si quieres que Pítocles envejezca y alcance una vida plena, no debes aumentarle los años, sino disminuirle los deseos.
9
No creas que estas sentencias sean de Epicuro: son de todos. Yo creo que en la filosofía se tiene que intentar también aquello que se hace en el Senado: si alguien expone un parecer que me gusta parcialmente, hago dividir la proposición en partes y sigo la que me parece más aceptable. Es con especial complacencia como recuerdo las egregias sentencias de Epicuro, porque en ellas compruebo que los que acuden a ellas acuciados por la vil esperanza de encontrar encubrimiento para sus vicios, comprenderán que vayan a donde vayan les precisará vivir honestamente.
10
Al acercarnos al jardín de Epicuro encontraremos esta inscripción: «Huésped, aquí te encontrarás a gusto, aquí el bien supremo es el placer». El guardián de este jardín será servicial, hospitalario, afable, te acogerá ofreciéndote polenta3 y agua en magnífica abundancia, y te dirá: «¿Has sido bien recibido? Estos jardines no excitan el hambre, antes la satisfacen; no encienden con sus bebidas una sed más ardiente, sino que la apagan con medios naturales y gratuitos; entre tales placeres he llegado a la ancianidad».
11
Te hablo de aquellos deseos que nunca hallan consuelo, que para calmarse reclaman siempre alguna satisfacción. Por lo que se refiere a aquellos deseos extraordinarios que admiten aplazamiento, que no pueden mortificarse o reprimirse, sólo te haré presente que su goce nace de la Naturaleza, no de la necesidad. El vientre no escucha órdenes: reclama, exige. Pero no es un acreedor molesto; con poca cosa se le despacha mientras le des lo que le debes, no lo que podrías darle.