Cartas a Lucilio

Carta 86: Elogio de Escipión el Africano

86

Elogio de Escipión el Africano, modelo de héroe y de patriota

1

Hoy te escribo desde la villa de Escipión el Africano, donde reposo, no sin haber adorado sus manes y el altar que sospecho que sea el sepulcro de tan ilustre varón. En cuanto al alma, estoy persuadido de que volvería al cielo, de donde procedía, y no por haber conducido grandes ejércitos, pues también los condujo Cambises, aquel hombre furioso y afortunado en su furia, sino por su egregia moderación y su patriotismo, que encuentro más admirable cuando abandonó la patria que cuando la defendiera. O Escipión tenía que permanecer en Roma, o Roma tenía que permanecer libre.

2

«No quiero —dijo— romper en nada nuestras leyes ni nuestras instituciones. Que el derecho quede igual para todos: goza, ¡oh patria!, sin mí de mis beneficios. Yo te he ganado la libertad, yo seré también una prueba de ella. Yo me marcho si he crecido más de lo que te conviene.»

3

¿Cómo no admiraría yo esta grandeza de alma que se destierra voluntariamente a fin de aligerar la ciudad? A tal punto habían llegado las cosas, que, o la libertad dañaba a Escipión, o Escipión a la libertad. Ambas cosas eran nefandas; por esto cedió el lugar a las leyes, y se retiró a Literno, dejando a la República la responsabilidad de su destierro, igual que del de Aníbal.

4

Yo he visto esta villa edificada con sillares, la muralla que rodea el bosque, las torres levantadas a lado y lado para defender el edificio, la cisterna excavada bajo edificios y campos, que podría abastecer a un ejército entero, la cámara de baño estrecha y oscura, ya que nuestros padres no tenían por caliente una pieza que no fuese oscura.

5

Grande fue mi placer al comparar las costumbres de Escipión y las nuestras; en aquel rincón bañaba su cuerpo, fatigado por rústicos trabajos, aquel hombre horror de Cartago, al cual Roma debió no haber sido saqueada más de una vez. Pues era hombre que se ejercitaba en el trabajo, y, según costumbre de los antiguos, domaba él mismo la tierra. Bajo este grosero techo había habitado, este pobre pavimento le había sostenido. ¿Quién resistiría hoy bañarse de aquella manera?

6

Nos creemos pobres y rústicos si las paredes no relucen de grandes y preciosos espejos, si los mármoles de Alejandría no resaltan entre incrustaciones de Numidia, si no están rodeadas de cenefas de mosaico, trabajo difícil realizado a manera de pintura, si el techo no muestra artesonados de cristal, si la piedra de Tasos, antes rara curiosidad de algún templo, no reviste las piscinas en las cuales sumergimos nuestros cuerpos desecados por una fuerte exudación, si el agua no mana de grifos de plata.

7

Y aún hablo de baños plebeyos. ¿Qué diríamos de los baños de los libertos? ¡Cuántas estatuas, cuántas columnas que no sostienen nada, colocadas solamente por prurito de dispendio; cuántas cascadas precipitándose rumorosas! A tal punto han llegado nuestras costumbres viciosas que ya no queremos pisar si no es sobre gemas.

8

En este baño de Escipión vemos, abiertas en los muros de piedra, más que ventanas, pequeñas rendijas, que dan paso a la luz sin dañar la fortificación. Hoy, en cambio, de unos baños que no estuviesen dispuestos de manera que amplios ventanales recibieran la luz del sol a cualquier hora del día, hasta el punto que pudiésemos bañarnos y curtir nuestra piel y contemplar desde la bañera los campos y la marina, los tildaríamos de escondrijo de escarabajos. Así vemos que unos edificios que atrajeron numeroso concurso y la admiración de todos cuando fueron inaugurados, hoy son rechazados como cosas anticuadas, de manera que el lujo encuentra siempre manera de sorprenderse a sí mismo.

9

Es que antiguamente los baños eran escasos y poco adornados. Pues, ¿por qué era necesario adornar una cosa que costaba un cuarto de as y no era creada para el placer, sino para la utilidad? El agua no ascendía del fondo de la bañera, ni se renovaba continuamente, ni concedían ninguna importancia a la transparencia del agua en que tenían que dejar sus suciedades.

10

¡Cuán agradable es, oh dioses, penetrar en uno de aquellos baños oscuros y cubiertos por rústicos techos, cuando sabes que un edil como Catón, o Fabio Máximo, o uno de los Cornelios, había dado con su propia mano al agua el conveniente grado de calor! Porque era también una de las funciones de aquellos nobilísimos ediles penetrar en estos lugares frecuentados por el pueblo para imponer la necesaria limpieza y una temperatura conveniente y saludable, y no esta que ha sido introducida no ha mucho, parecida a un incendio, de tal manera que a un esclavo convicto de un crimen se le podría bañar allí de vivo en vivo. Yo no veo la diferencia entre un baño muy caliente y un baño hirviente.

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¡De cuánta rusticidad es acusado por algunos hoy día Escipión, porque no dejaba entrar la luz a su estufa por anchos ventanales, porque no se tostaba a pleno sol, mientras esperaba que le llevasen al baño para ser allí cocido! ¡Ah, qué hombre tan desgraciado! No sabía vivir. No se lavaba con agua filtrada, sino a menudo turbia, y cuando llovía algo fuerte, casi fangosa. Poco le importaba lavarse de esta manera, porque lo hacía, no por los ungüentos, sino por el sudor.

12

¿Qué exclamaciones crees que oiremos aquí? «No envidio a Escipión, pues verdaderamente vivía en el destierro quien se lavaba de esta manera.» Y aun, para que lo sepas, no se lavaba cada día, pues, según dicen aquellos que nos han transmitido la relación de las costumbres antiguas, se lavaban cada día los brazos y las piernas, que se ensuciaban con el trabajo; lo demás del cuerpo sólo lo hacían el día de mercado. Aquí alguien dirá: «Queda bien claro que los antiguos eran muy sucios». ¿Qué olor crees que despedían? El de la guerra, del trabajo, del hombre. Desde que se han inventado los baños limpios, la gente es más sucia.

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