Cartas a Lucilio

Carta 99: Debemos perseverar en el recuerdo en la muerte de un ser querido

99

Debemos perseverar en el recuerdo en la muerte de un ser querido

1

Te he enviado la carta que escribí para Marcelo cuando perdiera a su hijo aún pequeño y se decía que lo soportaba con flaqueza de ánimo; en ella no seguí mi costumbre de siempre, ya que creí que no debía tratarlo con suavidad por cuanto merecía más reprensión que consuelo. Pues con el afligido que no soporta bien una gran herida es menester mostrarse condescendiente y permitir que se sacie de sus lágrimas, desahogando por lo menos sus primeras emociones.

2

Pero aquellos que lloran como por gusto, es menester que sean castigados y que aprendan que también en las lágrimas puede haber necedad. ¿Aguardas consolaciones? Recibirás reproches. ¿Tan flojamente soportas la muerte de un hijo? ¿Qué harías si hubieses perdido un amigo? Ha fallecido un hijo que, de tan pequeño, no ofrecía unas esperanzas muy seguras: es bien escaso el tiempo que se ha perdido.

3

Andamos buscando motivos de dolor y nos queremos quejar injustamente de la fortuna, como si ella no tuviese que darnos bastantes motivos justos de queja; pero, ¡por Hércules!, yo te creía lo bastante valeroso, aun contra los verdaderos males, y no sólo contra estas sombras de males de los que los hombres se lamentan únicamente por seguir la costumbre. Si hubieses perdido un amigo, que es la más grande de las pérdidas, antes tendrías que alegrarte de haberlo poseído que entristecerte por haberle perdido.

4

Pero la mayoría de los hombres no valora los bienes que han recibido, los goces en que se han solazado. Este mal, entre otros, tiene esta pena: no solamente es superfluo, sino ingrato. Pues ¿por haber tenido un tal amigo, se han perdido del todo los esfuerzos de éste? ¿No han servido para nada tantos años, tanta unión en estas vidas, tanto compañerismo en los estudios? ¿Es que, por ventura, entierras con el amigo la amistad? Entonces, ¿por qué te duele haberlo perdido, si no te ha sido provechoso tenerle? Créeme, de aquellos a quienes hemos querido, aunque el azar nos los haya quitado, la mejor parte permanece con nosotros. El tiempo pasado es nuestro y nada se halla en lugar más seguro como lo que fue.

5

En la esperanza del futuro somos desagradecidos respecto a los bienes que poseímos, como si aquello que tiene que venir, en el supuesto que realmente llegue a sucedernos, no tuviera que caer bien pronto en el pasado. Bien mezquinamente estima la utilidad de las cosas el que sólo se alegra de las presentes; también las futuras y las pasadas pueden deleitarnos, éstas con el recuerdo, aquéllas con la esperanza; sólo que el futuro se halla en suspenso y puede no suceder, mientras el pasado no puede dejar de haber sido. ¿Qué locura es, por lo tanto, la de dejarse perder lo más cierto? Debemos estar contentos de los bienes que ya hemos gozado, a no ser que los hayamos disfrutado con un alma agujereada que iba perdiendo todo lo que recibía.

6

Son innumerables los ejemplos de los que han enterrado hijos jóvenes sin verter una lágrima, de los que de la pira funeraria han acudido al Senado o a cualquier otro oficio público, para ocuparse inmediatamente en otra cosa. Y no sin razón; pues, en primer lugar, es inútil lamentarse si lamentándote no puedes obtener nada; en segundo lugar, es cosa inicua quejarse de lo que nos ha pasado a nosotros, pero está reservado para todos los demás; finalmente, es pura estulticia una lamentación de añoranza, cuando la distancia entre lo perdido y el que lo añora se ha hecho lo más pequeña posible. Tanto más ecuánimes debemos ser cuanto que andamos en pos de lo que hemos perdido.

7

Considera la velocísima rapidez del tiempo, piensa en la brevedad de este espacio por el cual corremos apresurados, observa la muchedumbre del linaje humano que se dirige al mismo lugar, con separaciones de mínimos intervalos, aun allí donde han podido parecernos mayores: quien crees que ha muerto, no ha hecho más que precederte. ¿Qué cosa más falta de entendimiento es llorar al que se te ha adelantado, teniendo que recorrer tú el mismo camino?

8

¿Hay quien llora por un acaecimiento que fatalmente tiene que llegar? Si es que algún hombre no prevé la muerte, se engaña. ¿Hay quien llora por un suceso que decía que no podía acaecer? Todo aquel que se lamenta de la muerte de un hombre, se lamenta de que haya sido hombre. Una misma ley obliga a todos: cuando vemos que alguien nace, sabemos que le está reservada la muerte.

9

Nos separan distancias, pero el fin nos iguala. Aquello que cae entre el primer día y el último es vario e incierto: si lo cuentas por las molestias, aun para el pequeñuelo es largo; si por la rapidez, incluso para el anciano es breve. No hay nada que no sea resbaladizo y falaz y más variable que ninguna tempestad: toda cosa es sacudida y alterada en contrarios sentidos por los golpes de la fortuna, y entre tanta agitación como vemos en todas las cosas humanas, no hay otra sino la muerte que sea cierta para todos. Y a pesar de ello todo el mundo anda lamentándose de aquella cosa sobre la cual nadie es engañado.

10

«Pero murió niño.» No digo aún que es más afortunado aquel que halla pronto el término de la vida: pasemos por ahora al que ha conseguido envejecer. ¿En cuánto aventaja al niño? Considera la vastedad del abismo del tiempo y trata de concebir la eternidad; después compara con tal inmensidad aquello que llamamos la vida humana y verás cuán pequeño es lo que deseamos y pretendemos extender.

11

Y de este tiempo, ¿cuánto es ocupado por el lloro, cuánto por las cuitas?, ¿cuánto por la muerte deseada antes de su venida, cuánto por las enfermedades, cuánto por el temor? ¿Cuánto nos reservan los años de ignorancia e inutilidad? Una mitad de la vida la pasamos durmiendo. Añade los trabajos, los desastres, los peligros, y verás que hasta en la vida más larga es bien poco lo que se vive.

12

Pero ¿quién te concederá que no es más afortunado aquel al que ha sido permitido marcharse bien aprisa y que ha terminado el camino antes de cansarse? La vida no es ni bien ni mal, es una ocasión para el bien o para el mal. Así vemos que no ha perdido otra cosa sino la ocasión de juego, y con lo poco de mala fortuna que ello representa. Hubiera podido tornarse modesto y prudente, siguiendo tus enseñanzas hubiese podido educarse para una vida más noble; pero lo que cabía temer con mayor probabilidad es que se volviera semejante a la mayoría.

13

Fíjate en aquellos jóvenes que la lujuria ha lanzado del seno de las familias más nobles a la arena; fíjate en aquellos que, impúdicos, satisfacen su baja pasión unos con otros, que no terminan ningún día sin una embriaguez, sin cometer algún gran crimen: queda harto manifiesto que todo ello da lugar más al temor que a la esperanza. No tienes, pues, que andar en busca de motivos de dolor ni exagerar con tu falta de resignación ligeras causas de pena.

14

No te exhorto a hacer una corazonada para mantenerte erguido: no tengo de ti tan mal concepto que llegue a creer que te sea preciso poner a contribución toda tu virtud para contrarrestar semejante desventura. Esto no es una herida dolorosa, sino un mordisco, y tú lo conviertes en una herida. ¡Qué gran servicio te ha prestado, sin duda, la filosofía, si encuentras en falta con fortaleza de alma a tu hijo pequeño, aunque fuese más conocido de la nodriza que del padre!

15

¿Qué? ¿Te aconsejo la dureza, y que en el mismo entierro vayas con la cabeza erguida, sin tolerar la angustia del corazón? En manera alguna. No es virtud, sino inhumanidad, esto de contemplar el entierro de los suyos con los mismos ojos que cuando estaban vivos y no conmoverse en el primer momento de su separación. Aun suponiendo que te lo prohibiese, hay cosas que permanecen fuera de todo dominio: las lágrimas fluyen aun en aquel que intenta detenerlas, y procuran alivio al espíritu.

16

¿Qué haremos, pues? Les permitiremos que caigan, pero sin forzarlas a ello; que fluyan las que derramen el sentimiento, no las que exijan la imitación. Pero no añadamos nada a la tristeza ni debemos aumentarla con el ejemplo ajeno. La ostentación del dolor es más exigente que el dolor mismo. ¿Cuántos hay que están triste para sí solos? Cuando pueden ser escuchados, gimen con mayor violencia, pero más calladamente, con mayor serenidad, en secreto; en cuanto ven a alguien, se sienten excitados a nuevos lloros. Entonces se golpean la cabeza, cosa que hubiesen podido hacer más libremente cuando nadie podía impedirlo; entonces invocan a la muerte y se revuelven sobre el lecho; el espectador se va, y cesa todo aquel dolor.

17

También en ésta, como en otras cosas, caemos en el vicio de comportarnos según el ejemplo de la mayoría y de no atender a lo que conviene, sino a lo que se acostumbra. Nos apartamos de la Naturaleza y nos entregamos al arbitrio del pueblo, que no suele ser ejemplo de nada bueno, y en esta cosa, como en tantas otras, se muestra lleno de inconsecuencia. Ve a alguien entero en su dolor, y le califica de poco afectivo y áspero; ve a alguien caído en tierra y abrazado al cadáver, y le llama afeminado y flojo.

18

Es menester, por lo tanto, regularlo todo según la razón. Y no existe nada más necio que pretender darse fama de triste y alabarse de las lágrimas, pues, a mi parecer, el sabio permite a unas que caigan mientras otras brotan por sí mismas. Te indicaré la diferencia. Cuando nos hiere la primera nueva de una muerte sentida, cuando nos abrazamos a aquel cuerpo que tiene que pasar de nuestras manos a las llamas, una necesidad natural nos hace verter lágrimas, y los suspiros impulsados por el golpe del dolor maltratan, tal como hacen con todo el cuerpo, también los ojos, en los cuales oprimen y hacen brotar las lágrimas.

19

Estas lágrimas vertidas por compresión nos caen involuntariamente; pero existen otras a las cuales damos salida cuando refrescamos la memoria de los seres que hemos perdido, y entonces la tristeza tiene un punto de dulzor al acordarnos de sus alegres conversaciones, de su trato jovial, de su cierta ternura: entonces se nos dilatan los ojos como en el placer. En éstas somos complacientes; en aquéllas, vencidos.

20

No precisa, pues, que retengas las lágrimas, o que las esparzas atendiendo a los que te rodean y te hacen compañía; nunca será tan vergonzoso retenerlas o darles curso como fingirlas; dejemos que corran como les plazca. Pueden correr de manera serena y modesta; a menudo dejan intacta la autoridad del sabio, pues han sido vertidas con tanta moderación, que no les ha faltado ni humanidad ni dignidad.

21

Podemos afirmar que es posible obedecer a la naturaleza conservando la mayor gravedad. He visto hombres venerables, los rostros de los cuales rebosaban amor, que no mostraban aparatosidad de lágrimas: no había en ellos nada que no hubiese sido concedido a un afecto sincero. Asimismo, las dudas tienen su decoro: y éste es el que debe guardar el sabio; como en las demás cosas, también en las lágrimas es menester que haya una suficiente medida: en los poco cuerdos se desbordan tanto los dolores como los goces.

22

Acepta con ecuanimidad las cosas inevitables. ¿Qué cosa increíble ha sucedido, qué cosa nueva? Cuántos en estos momentos encargan oficios fúnebres, a cuántos se compra la mortaja, ¡cuántos llorarán aún después de tu duelo! Siempre que pienses que era un niño, piensa también que era hombre, al cual no ha sido prometido nada cierto ni viene la fortuna obligada a conducirlo hasta la ancianidad; se despide donde le parece.

23

Por otra parte, habla a menudo de él y celebra tanto como puedas su memoria, que acudirá a ti con mayor frecuencia si no viene acompañada de amargura. Pues a nadie place convivir con los tristes, y mucho menos con la tristeza. Si escuchaste con placer alguna de sus conversaciones, o presenciaste algunos juegos suyos, aunque fueran infantiles, piensa en ello a menudo, y asegura sin temor que aquel niño hubiese podido satisfacer las esperanzas que en él concebiste con espíritu paternal.

24

Es propio de un corazón inhumano olvidarse de los suyos y enterrar junto con el cuerpo su memoria, llorarlos a lágrima viva y ahorrarse el recuerdo. Así quieren a sus hijos las aves y las fieras, el amor de las cuales es contenido y violento y casi rabioso, pero en las que, en cuanto los han perdido, se extingue totalmente. Esto es indigno del hombre prudente, en el cual el recuerdo tiene que ser perseverante y breve la lamentación.

25

En manera alguna puedo aprobar lo que dice Metrodoro, a saber, que la tristeza implica cierta delectación y que es ésta la que es preciso procurarse en tales ocasiones. Transcribo las propias palabras de Metrodoro en la Colección de cartas de Metrodoro a su hermana: «Existe una especie de goce unido a la tristeza que es preciso procurarse en aquellos momentos».

26

No dudo de tu parecer sobre esta sentencia, pues, ¿hay algo más vergonzoso que buscar el placer en el propio dolor, buscar una cosa que nos agrade aun en las propias lágrimas? Éstos son los que nos acusan de un rigor excesivo y tildan nuestros preceptos de demasiado duros, porque andamos diciendo que el dolor, o no tiene que admitirse en el espíritu, o tiene que ser expulsado de él sin tardanza. ¿Qué cosa es más cruel o más inhumana, no sentir dolor alguno en la pérdida del amigo, o procurarse un deleite en el propio dolor?

27

Lo que nosotros prescribimos es cosa honesta: cuando el sentimiento se ha evaporado, por decirlo así, vertiendo algunas lágrimas, el alma no tiene que entregarse al dolor. ¿Cómo te atreves a decir que es menester mezclar el deleite con el dolor? De la misma manera consolamos a los niños con un dulce; así obtenemos que deje de llorar si le hacemos caer la leche en la boca. ¿Ni en aquellos momentos en que el cuerpo de tu hijo es consumido por el fuego, o en que tu amigo fallece, toleras que cese el placer, antes bien, pretendes que la tristeza lo deje rezumar? ¿Qué es más honesto, expulsar el dolor del alma, o acoger en el alma la voluptuosidad junto a la tristeza? ¿Debo admitirla allí? Andar buscándola, y, por cierto, en el mismo dolor.

28

«Existe —dice— cierta delectación nacida conjuntamente con la tristeza.» Esto lo podemos decir nosotros, pero no vosotros. No conocéis otro bien que el placer, ni otro mal que el dolor. Entre el bien y el mal, ¿qué parentesco puede existir? Pero, sentado que existiese alguno, ¿es justamente ahora cuando llegáis a comprenderlo? ¿Es que debemos escrutar incluso el mismo dolor para ver si encierra algo placentero y agradable?

29

Algunos remedios para ciertas partes del cuerpo no pueden usarse en otras por feos y vergonzosos, y aquello que en un lugar sería provechoso sin detrimento de la vergüenza, tornase indecoroso según la situación de la herida. ¿No te avergüenzas de curar el duelo por medio del placer? Esta herida tiene que ser curada más severamente. Mejor harías en notar que la sensación del mal ya no alcanza a los difuntos, porque si les alcanzase, ya no lo serían.

30

Ninguna cosa, repito, puede emocionar a uno que ya no vive, porque si se emocionase estaría vivo. ¿Es que tal vez andamos pensando que no existir es ser desgraciado, o que la desgracia es ser aún alguna cosa? Pues ni del hecho de no existir puede provenirle algún tormento —puesto que, ¿qué sensación puede tener quien no existe?—, ni del hecho de existir, porque entonces queda libre del mayor mal de la muerte, que es el no ser.

31

Y digamos también a quien llora al hijo que le ha sido arrebatado que, por lo que se refiere a la brevedad de la vida si la comparamos con la eternidad, todos, jóvenes y viejos, somos iguales. Pues lo que nos ha correspondido de la totalidad del tiempo es menos de lo que pueda imaginarse más pequeño, porque aun lo más pequeño de una cosa es una parte de ella, y este tiempo que vivimos es casi la nada. Y con todo, ¡oh demencia nuestra!, disponemos de él largamente.

32

Te he escrito estas cosas, no porque tengas que aguardar de mí un remedio tan tardío —pues estoy cierto de haberte dicho de palabra todo lo que tienes que leer—, sino a fin de castigarte por aquellos breves momentos en que te has olvidado de ti mismo y para exhortarte que de ahora en adelante tengas coraje contra la fortuna y preveas sus dardos, no como posibles, sino como algo que indefectiblemente llegará.

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