Cartas a Lucilio

Un ideario para el siglo XXI

UN IDEARIO PARA EL SIGLO XXI

Tácito refiere al final del libro XV de los Anales que cuando el tribuno Gavio Silvano y uno de los centuriones llegaron a la casa de campo de Séneca, a las afueras de Roma, para comunicarle la orden de Nerón de que se diera él mismo la muerte, como condena por su presunta implicación en la conjura de Calpurnio Pisón contra el desalmado emperador, el sabio de Córdoba no sólo no dio la menor muestra de temor o de tristeza, sino que pidió con su habitual serenidad que le pasaran las tablillas de su testamento. Como el centurión se opuso, Séneca se volvió hacia sus amigos, que lo acompañaban en aquella tarde final junto a su esposa Paulina, y les dijo que, puesto que le impedían agradecerles su amistad y su afecto, les legaba lo único que poseía, que era lo más hermoso: la imagen de su vida, o sea, sus enseñanzas y su manera de vivir. Sus cuantiosos bienes, donados en gran parte por el mismo Nerón, habían quedado confiscados debido a su condición de condenado a muerte por alta traición.

A lo largo de veinte siglos muchos han criticado a Séneca por la falta de coherencia entre lo que pensaba y su manera de vivir, pero la mayoría de los senequistas modernos insiste, partiendo de sus epístolas a Lucilio, que no hubo un desajuste importante entre las dos manifestaciones esenciales de su existencia. Sin embargo, más allá de la polémica, parece evidente que Séneca no siempre vivió como pensó, si bien es cierto que estuvo constreñido por las circunstancias del poder imperial en que se desenvolvió como hombre público durante los últimos trece años de su vida oficial. Pero es indudable que vivió sobre todo para pensar, para reflexionar sobre la vida y los hombres en tiempos de crisis y decadencia, en beneficio de los mismos hombres, y lo hizo en todas las circunstancias: como hombre libre o como prisionero, como rico o como pobre, como servidor del poder o como simple ciudadano romano. Más aún, conforme a la moral de su filosofía estoica, fue mucho más allá: sus gestos y su preocupación constante por los esclavos y los desfavorecidos bastan para colocarlo entre los más grandes benefactores de la humanidad.

Durante los cinco años en que fue ministro de Nerón y los ocho en que fue su asesor político, en coordinación con Sexto Afranio Burro (el inteligente y honesto prefecto de la guardia pretoriana), no dejó de favorecer a los sectores más necesitados y de pedir un trato humano para los esclavos, así como de influir para que a los gladiadores vencidos en el circo se les perdonara la vida. Se opuso siempre a la injusticia, al abuso del poder y de los poderosos y a la desigualdad entre los hombres, aunque sentía desprecio por los bárbaros, por los no grecorromanos. Tuvo una visión crítica de los más grandes dirigentes y conquistadores de la historia, como Alejandro Magno y Julio César, a quienes fustigó por su afán de acumular tierras y poder, en vez de buscar la sabiduría y la equidad, y, aunque no siempre lo pudo decir o escribir de forma abierta, abominó de Tiberio y de Calígula, y finalmente de Claudio y de Nerón, los cuatro emperadores bajo cuyos reinados transcurrieron sus cincuenta años de estudiante, de filósofo y escritor, de desterrado en Córcega y de hombre público en Roma.

Su más alta cumbre y su mayor caída empezaron el mismo día que los hados lo colocaron al lado del entonces sensato y obediente príncipe Lucio Domicio, el hijo de Agripina y futuro emperador Nerón. De esta vasta y compleja experiencia humana, política y moral, de sus muchas y eruditas lecturas en diferentes campos, y, sobre todo, de su esmerado sentido de la amistad, de su humanidad siempre alerta (su máxima favorita era el verso de Terencio: «Soy un hombre, y nada humano me es ajeno») y del genio de su mirada, se nutriría gran parte de su obra filosófica y literaria, especialmente estas Cartas a Lucilio, «la parte más hermosa de sus escritos y la más provechosa», en palabras de su admirador y discípulo Michel de Montaigne.

Aunque le permitieron estudiar historia natural, meditar y escribir (tres Consolaciones y dos Diálogos), Séneca llevó muy mal los años de destierro que padeció entre el 41 y el 49 en la escarpada isla de Córcega, sobre todo por los ahogos del asma crónica que padecía desde niño. De modo que hizo lo posible para que Claudio le perdonara un ostracismo tan severo como injusto, mostrándose adulador con el césar en su Consolación a Polibio, un liberto de Claudio que había tenido gran influencia sobre el emperador. Sin embargo, el filósofo no pudo ni imaginar que sería la misma Agripina, la segunda esposa de Claudio, su valedora para que el emperador lo indultara y lo nombraran después pretor en Roma, a la vez que la propia Agripina le pedía, o le exigía, que se encargara de la educación y conducción de su hijo Domicio. Estos halagos del poder imperial iban a constituir una trampa diabólica de la cual no saldría Séneca durante el resto de su vida, pero le iban a conceder una savia única a sus meditaciones epistolares.

En cambio, le fue dado salir airoso del destierro, una trampa también mortal (inicialmente la pena era de muerte, y el emperador se la conmutó por el destierro) que le habían tendido las conjuras palaciegas, cuando la intrigante Mesalina, la primera esposa de Claudio, lo acusó de adulterio con Julia Livila, hermana menor de Calígula y Agripina. Y ahora, ocho años después, venía a salvarlo la segunda esposa del mismo emperador, su sobrina Agripina, quien, al año del asesinato de Mesalina, acababa de contraer matrimonio con su tío. Para ella el matrimonio fue el primer y bien calculado paso de sus ambiciones desmedidas de poder. Según Tácito, Agripina logró el perdón del exilio y la pretura romana para Séneca pensando en limpiar su mala imagen, mientras buscaba a la vez que el famoso pensador, escritor y hombre público fuera el maestro y tutor de Domicio, de modo que, al tenerlo en familia, se convirtiera también en el instrumento intelectual y político de las ambiciones imperiales de la madre y del hijo. Séneca tuvo en gran aprecio el gesto de Agripina, y le dio continuas muestras de gratitud y lealtad, mientras que se mantuvo distante de Claudio por el injusto destierro que le impuso.

Cuando Claudio fue envenenado por la misma Agripina en octubre del 54, su hijo Nerón fue proclamado emperador con apenas diecisiete años, y Séneca se convirtió en su ministro y en su asesor político con Sexto Afranio Burro, que había sido prefecto del pretorio desde el reinado de Claudio. Ambos eran los dos hombres más ilustres, honestos y eficientes del entorno del joven emperador, los que planificaban la política del imperio y contenían los desmanes de la ambiciosa y cruel Agripina. Los dos gobernaron de facto el Imperio romano durante los ocho años que estuvieron al servicio de Nerón, consolidando la paz y la equidad, de tal manera que hasta el mismo Trajano diría que dicho período destacó por ser uno de los momentos de «mejor y más justo gobierno de toda la época imperial».

A pesar de que conocía las limitaciones y los desvaríos de su discípulo, Séneca tenía la esperanza de que Nerón, al haber sido formado por él y al estar bajo su tutela ética y política, tal vez sería el gobernante que pondría término al trágico ciclo político en que se hallaba inmersa Roma desde la muerte de Augusto. Pero Nerón, una vez que alcanzó la mayoría de edad y tuvo confianza en sus propias maneras de reinar, se fue alejando de sus dos asesores, y empezó a dar las mayores muestras de su demente y atroz absolutismo. Habiéndose iniciado ya, apenas un mes después de su proclamación, con el asesinato de su hermanastro Claudio Británico, el hijo de Claudio y Mesalina, alcanzó la cumbre de su crueldad haciendo asesinar a su madre Agripina en el año 59, urdiendo la patraña de que ella había intentado asesinar a su hijo, dándose la muerte por su mano al fracasar en el intento. Tres años después, hizo asesinar a su primera esposa Octavia, hija de Claudio, y a su leal y eficiente colaborador Afranio Burro. Séneca supo entonces que él sería el próximo del entorno del emperador.

Así que, cuando los amigos que lo acompañaban la tarde del final, en su quinta de Nomento, empezaron a llorar su muerte inminente, el filósofo los reconvino de forma socrática, preguntándoles dónde estaban los preceptos de la filosofía, dónde los razonamientos por tantos años destilados frente al destino y la muerte. Porque, ¿a quién de ellos le había pasado desapercibida la crueldad de Nerón? Él mismo había sufrido el año anterior un intento de envenenamiento por orden del emperador. Entonces, como en los ahogos más críticos del asma, apeló a sus pensamientos más verdaderos y reconfortantes, dándose ánimos y fortaleciendo a su mujer y a sus amigos, pues todo estaba claro: habiendo asesinado a su hermano, a su madre y a su esposa, a Nerón sólo le faltaba sumar a estas muertes la de su preceptor y colaborador.

Pero Séneca debió de intuir su final mucho antes, hacia principios de junio del 62, cuando visitó a Nerón en su palacio para pedirle que le concediera el retiro y la restitución de las riquezas que él mismo le había otorgado durante los trece años que estuvo a su servicio. Después de escuchar las meditadas palabras del filósofo y de responderle con un breve discurso de estirpe senequiana, Nerón no le dio una respuesta definitiva, aunque sí un abrazo y un beso falaces de despedida, dejando la solicitud del retiro como una concesión tácita, mientras le expresaba vagamente su negativa a la restitución de los bienes, seguro de que los recuperaría de todos modos después del suicidio impuesto a su maestro y amigo.

En este momento justo, Séneca se retiró a su casa de Nomento, a unos seis kilómetros de Roma, donde se dedicó a cuidarse de los ahogos del asma, a atender a sus amigos, a la meditación y a la escritura, intercalando algunos viajes con Paulina por la Campania y el sur de Italia. Y es en este dramático contexto histórico, político y personal cuando empezó a escribir las hermosas y útiles Cartas a Lucilio, que entonces ejercía de procurador romano en Sicilia. El cuerpo de las 124 cartas (parece que fueron más, pero sólo se conserva una del supuesto libro 22), organizado en veinte libros, fue redactado entre el comienzo del verano del 62 y finales de noviembre del 64.

Algunos estudiosos de la vida y la obra de Séneca han creído que Lucilio fue tal vez un personaje inventado, el pretexto que necesitaba el pensador para darle forma a sus variadas meditaciones en un cuerpo epistolar que, más allá de su amigo, llegara a una mayoría de lectores y trascendiera a la posteridad. Pero los estudiosos senequistas modernos coinciden en que Lucilio fue no sólo un personaje de la vida real, sino uno de los amigos que más quiso Séneca.

Mientras se sabe con certeza el año de la muerte del filósofo y se especula sobre el año aproximado de su nacimiento (4 o 1 a. C.-65 d. C.), se ignoran por completo los años que encerraron la vida de Lucilio. Según los datos que deja traslucir el propio Séneca en algunas cartas, Lucilio, que era unos diez años más joven que él, nació en Pompeya, donde alguna vez se encontraron y vivieron juntos durante un tiempo breve. De linaje humilde, alcanzó la categoría de caballero por sus cualidades y su empeño. Ocupó varios cargos públicos en las provincias de los Alpes, en Macedonia y en Cirenaica antes de que Nerón lo nombrara procurador en Sicilia, acaso por mediación del mismo Séneca. Era un buen funcionario público y un ciudadano ejemplar, un excelente padre y esposo, que llevaba una vida frugal y familiar con sus esclavos en su casa de Siracusa, lo que complacía a su maestro. Aparte de la vida sencilla, los unía el ejercicio de la filosofía y de la literatura, los tratados filosóficos y los poemas que componía Lucilio, objeto de comentarios frecuentes entre los dos corresponsales. El pompeyano se inició en la escuela de Epicuro, y progresivamente fue derivando hacia el estoicismo de la mano de Séneca, como se puede apreciar a lo largo del epistolario.

Consciente de estar edificando un monumento literario, filosófico y moral de primer orden, Séneca le promete a Lucilio en la carta 21, al modo de Epicuro respecto de su discípulo Idomeneo de Lámpsaco, que él alcanzará el favor de la posteridad, e inmortalizará el nombre de los dos junto al de otras personas. Fue un pronóstico certero, inspirado no en la vanidad personal sino en la clarividencia altruista de lo que se proponía con una obra postrera llena de belleza y de luces para los hombres de los siglos venideros.

Es frecuente que, al referirse a la correspondencia entre Séneca y Lucilio, se hable de epístolas o de cartas, indistintamente, pero en aquella época existía una diferencia de forma y de contenido en los dos términos. Las cartas se inscribían en una relación interpersonal de contenidos privados para ser conservados en privado, y su forma era coloquial, en la que prevalecía un lenguaje familiar y cotidiano. Las epístolas, aunque se dirigían a una sola persona, estaban destinadas a ir más allá del corresponsal que las motivaba, y tenían como objetivo llegar a un amplio número de lectores. Son un género literario que se encarna en estructuras y formas artísticas acabadas. Así, se dice, por ejemplo, que, mientras la correspondencia de Cicerón está conformada sólo de cartas (que eran para él «conversaciones entre amigos ausentes»), las epístolas de Séneca constituyen un auténtico género literario, como las de sus predecesores latinos Lucilio y Horacio. De modo que, a media distancia entre la carta privada y el tratado doctrinal, el filósofo escogió la epístola, el género que más se acomodaba en su tiempo para dar cuerpo a sus meditaciones existenciales, filosóficas y morales, lo que incluye a Séneca entre los grandes escritores latinos y lo convierte en el pionero del ensayo, género que, como es sabido, fue consolidado y encumbrado por su discípulo Montaigne. Hoy los términos de epístola y carta son prácticamente equivalentes, hasta el punto de que el concepto moderno de «carta abierta» cumple la misma función que tuvo la epístola en sus orígenes.

El objetivo de las cartas es conducir a Lucilio (y a los futuros lectores) a la sabiduría y a la vida virtuosa partiendo de la vida real, de los hombres y de sus comportamientos reales, para devolverlo con su propia luz interior a la misma vida real, que debe ser mejorada y vivida plenamente. En su altruista y minuciosa misión, a través de unas cartas que, como era su deseo, «no tengan nada de rebuscado ni de fingido», Séneca echa mano de una corriente de pensamiento ecléctico que se nutre de la escuela estoica, en primer lugar, y de otras doctrinas, como la socrática y la platónica, la epicúrea y la aristotélica. Pero el filósofo hispanorromano no se limita a entresacar principios y sentencias de una y otra escuela para conformar una amalgama de pensamientos, sino que los moderniza y revitaliza a la luz de su tiempo, de las vastas, contradictorias y dramáticas vicisitudes de los hombres del Imperio romano. Muchos de los contenidos de las Cartas a Lucilio son reiteraciones o ampliaciones de los temas expuestos en sus diálogos filosóficos Sobre la brevedad de la vida, Sobre la vida feliz, Sobre la tranquilidad del alma, Sobre la constancia del sabio, Sobre la ira, que, junto a las Consolaciones, forman un sólido y fresco cuerpo temático.

Pero más que en sus otras obras, es en las Cartas donde se trasluce la personalidad de Séneca: su carácter, sus manías, su vida cotidiana, sus cuidados y preocupaciones, su enfermedad crónica, su filosofía estoica, sus amplios conocimientos de historia, de ciencia, de filosofía y de literatura. De ahí que la mayoría de los senequistas modernos insista en la rectitud y transparencia de su vida, y en la coherencia entre ésta y sus enseñanzas.

Marx, que recorrió todas las corrientes filosóficas desde los griegos, debió de detenerse con especial atención en el estoicismo de Séneca, pues ambos pensadores tienen coincidencias esenciales, aparte del método analítico, en el que ambos parten de la realidad concreta, elevándose hasta lo abstracto general, para volver a lo concreto dilucidado y aprendido. De todas, la más importante es su coincidencia en cuanto a la finalidad de sus doctrinas. Marx sintetizó la esencia de la suya en la última de sus Tesis sobre Feuerbach: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». Es el mensaje y la preocupación central de Séneca en estas cartas, pues nos advierte de que la filosofía, que es o debe ser la sabiduría, se traiciona o se diluye si no se encarna en formas concretas de la existencia, en un arte de vivir. En este punto, ambos pensadores nos remiten a Aristóteles, quien ya había dicho en su Poética que «el fin de la vida es una manera de obrar, no una manera de ser», y que «es en función de sus acciones como los hombres son felices o infortunados».

Para Séneca el hombre sabio no es pues el que almacena conocimientos y citas en la memoria, sino el que sabe convertirlos en claridad interior y en acción exterior, en una existencia virtuosa y plena, alcanzando la verdadera sabiduría, que es el arte de la vida.

La importancia continuada de las Cartas a Lucilio a lo largo de veinte siglos, aparte de su clasicismo literario y de su interés histórico y biográfico, se debe a su inherente mensaje de contemporaneidad: ellas nos siguen hablando a los corresponsales de hoy y de mañana, como quería Séneca, sobre la conveniencia de una relación de equilibrio con la naturaleza, sobre la importancia de las cosas de la vida cotidiana, sobre la vida práctica que fluye y se expresa, sobre la vida interior que anhela y crea; ellas nos orientan sobre cómo llevar una vida sana y honesta, qué es lícito y qué no lo es, lo que es bueno y lo que es malo sin caer en el maniqueísmo, lo que nos enriquece y nos empobrece, sobre la importancia y el cultivo de la amistad, en fin, sobre cómo aprender a vivir, a amar y a morir, que son las tres grandes fuerzas que mueven nuestra existencia desde la cuna hasta la sepultura.

Como nos recuerda Marguerite Yourcenar, Flaubert vio con acierto que, entre los siglos I a. C. y el II d. C., cuando los dioses conocieron su ocaso y aún no se había implantado el reinado de Cristo, hubo un largo período de la historia en que sólo estuvieron los hombres. De ahí que Georg Lukács afirmara después que «la novela es la epopeya de un mundo abandonado por los dioses». En este caso, El asno de oro sería el primer caso paradigmático. Pero no hay que olvidar que un siglo antes de la novela de Apuleyo ya existía un libro escrito en un mundo sin dioses para hombres sin dioses, y ése es sin duda las Cartas a Lucilio.

La condición humana es poco dada a las mudanzas. Cambian sus escenarios, sus modos de expresión, sus actores, pero la corriente subterránea que la nutre permanece casi idéntica a través de los siglos. Por eso Edward Gibbon, después de haber dedicado media vida a investigar y a narrar la historia de la decadencia y ruina del Imperio romano a lo largo de catorce siglos, dijo que «la historia es poco más que el registro de los crímenes, las locuras e infortunios de la humanidad». Hoy nos puede parecer un juicio excesivamente pesimista de este colosal historiador, sobre todo si pensamos en la cantidad de belleza que simultáneamente nos ha obsequiado la creatividad del hombre, en la longevidad y en la comodidad que nos han brindado la ciencia y la tecnología, así como en la solidaridad cada vez más extendida entre los hombres, pero la verdad es que esas locuras, esos crímenes y esos infortunios de los hombres de hace mil o dos mil años persisten esencialmente sin apenas cambios en sus expresiones modernas.

De modo que, como en el siglo de Séneca, los hombres siguen zozobrando en una carencia de valores y de principios que los alienten, los iluminen y los hermanen en el azaroso y zigzagueante camino de la historia. Y ésta es la razón profunda de que, como ha ocurrido en otros momentos de la marcha de los siglos, Séneca esté también hoy necesariamente entre nosotros, brindándonos con sus Cartas, lo mismo que a Lucilio y a sus contemporáneos, uno de los mejores idearios posibles para este imprevisible siglo XXI.

DASSO SALDÍVAR

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