Carta 64: Conversación entre amigos
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Conversación entre amigos. Elogio de Quinto Sextio y de los antiguos sabios
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Ayer estuviste con nosotros. Podrías quejarte si sólo hubieses dicho ayer; y por esto he añadido «con nosotros», pues conmigo estás siempre. Acertaron a encontrarse aquí algunos otros amigos, en honor de los cuales se encendió más fuego, no aquel que arde en las cocinas de los glotones, la humareda del cual asusta a los guardias nocturnos, sino un fuego moderado que anuncia que han llegado huéspedes.
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La conversación fue variada, como acostumbra ser en un convite, sin que ningún asunto fuese conducido hasta el fin, antes bien, fuimos saltando de uno a otro. Después fue leído el libro de Quinto Sextio, el padre, gran varón, y si te merezco algún crédito, estoico, aunque él lo negase.
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¡Qué vigor posee, oh dioses, qué valor! Esto no lo encontrarás en todos los filósofos, los escritos de muchos de los cuales sólo tienen un nombre ilustre, pero muy poca energía. Enseñan, argumentan, sutilizan, pero no infunden espíritu, porque no lo tienen; leyendo a Sextio dirán: «Aquí hay vida, vigor, libertad; este hombre parece sobrehumano, nos deja llenos de confianza».
El estado de espíritu en que me encuentro cuando lo leo, te lo confesaré: me complazco en desafiar todos los azares y en exclamar: «¿Por qué reposas, Fortuna? Ven a la lucha, mírame dispuesto». Me revisto del espíritu de quien busca la manera de experimentarse, de mostrar su virtud, a la manera del pequeño Ascanio, quien en la Eneida
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Anhela que se presente entre los rebaños indefensos el jabalí, o que el rojo león descienda de la montaña.
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Me complace estar obligado a vencer alguna cosa, para que me ejercite en el sufrimiento. Ya que Sextio muestra también el mérito insigne de mostrarnos la grandeza de la vida feliz sin hacernos desesperar de alcanzarla: te hace ver que se encuentra en las regiones elevadas, pero que, para el hombre resuelto, es asequible.
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La virtud determinará asimismo que la admires y no desesperes. A mí, la sola contemplación de la sabiduría es cierto que me ocupa mucho tiempo; la contemplo tan maravillado como contemplo al propio Universo, que siempre me ofrece un espectáculo nuevo.
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Venero, pues, los descubrimientos de los sabios y los que los han realizado, ya que constituye una sensación agradable penetrar en ellos como en una herencia común. Estas cosas fueron adquiridas para mí, elaboradas para mí. Pero es menester que hagamos como un buen padre de familia, que mejora los bienes recibidos; esta herencia pasará, aumentada, de mí a la posteridad. Queda aún mucha tarea y mucha irá quedando, y ni dentro de mil siglos existirá ningún hombre nacido a quien quede encerrada toda ocasión de añadir alguna cosa.
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Pero, aunque los antiguos lo hubiesen descubierto todo, siempre volverá a presentarse el estudio de la manera de hacer uso de los descubrimientos de los demás, de su conocimiento y ordenación. Imagínate que nos han dejado unos medicamentos para curar los ojos; no tengo que buscar otros, pero los tengo que acomodar a las diferentes enfermedades y a las diferentes circunstancias. Tal cosa combate el dolor de los ojos, tal cosa hace bajar la hinchazón de los párpados; tal cosa saca el repentino fuego de la fluxión; tal cosa afina la vista; pero es menester que prepares estos remedios y que escojas la ocasión y señales la cantidad de cada uno. Los remedios del alma fueron encontrados por los antiguos; es tarea nuestra buscar cómo y cuándo tienen que aplicarse.
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Mucho hicieron los que vinieron antes que nosotros, pero no lo dejaron terminado; a pesar de ello, tienen que ser respetados y venerados como dioses. ¿Por qué no he de tener los retratos de los grandes hombres para que infundan valentía al alma? ¿Por qué no he de celebrar sus natalicios? ¿Por qué no he de nombrarles siempre con espíritu de elogio? La misma veneración que debo a mis maestros la debo a los maestros del linaje humano, de los cuales brotaron los principios de tantos bienes.
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Si veo un cónsul o un pretor, les rendiré todo el honor debido a personajes tan encumbrados: me apearé del caballo, me descubriré la cabeza, les cederé el paso. ¿Pues, qué? ¿Recibiría en mi alma sin el más elevado homenaje a los dos Catones, a Lelio el Sabio, a Sócrates con Platón, a Zenón y a Cleantes? Yo, bien al contrario, los venero y me levanto siempre ante nombres tan ilustres.