Carta 116: Es preciso suprimir enteramente las pasiones
116
Es preciso suprimir enteramente las pasiones. Hay que satisfacer las necesidades de la vida, pero ser excluyente con el vicio
1
Muchas veces se ha discutido si es mejor tener pasiones, moderarlas o no tenerlas: nuestros estoicos las proscriben, los peripatéticos las moderan. Yo no comprendo cómo una media enfermedad puede ser saludable y útil. No tengas miedo: no quiero privarte de ninguna de aquellas cosas que no deseas que te nieguen. Me mostraré fácil y condescendiente respecto a aquello a lo que tienes inclinación y que juzgas necesario, útil, agradable a la vida: lo que quiero arrancar de ti es el vicio. Porque aun cuando te vedaré el deseo, permitiré la voluntad, a fin de que realices aquellas mismas cosas sin temor y con resolución más firme y sientas más así los mismos placeres, que harto te penetrarán más si los dominas que si los sirves.
2
«Pero —dices— es natural que la añoranza del amigo me atormente: concede licencia a las lágrimas tan justamente derramadas. Es natural quedar impresionados por el buen parecer de los hombres y entristecido por su juicio adverso; ¿por qué no me permites este temor tan legítimo del juicio desfavorable?» No existe ningún vicio que no tenga su defensa; no existe ninguno que no tenga su comienzo pudoroso y lleno de excusas, pero, una vez se ha iniciado, se propaga con la mayor lozanía. Si permites que comience, no conseguirás que cese.
3
Toda pasión se inicia débil, luego se excita ella sola y cobra fuerza a medida que avanza: es más fácil cerrarle el paso que expulsarla. ¿Quién puede negar que todas las pasiones brotan en cierta medida de un principio natural? La Naturaleza nos ha encomendado el cuidado de nosotros mismos; pero cuando te muestras demasiado condescendiente, este cuidado se convierte en vicio. La Naturaleza ha mezclado el deleite en las necesidades, no porque lo andemos buscando, sino porque esta unión nos haga más agradables aquellas cosas sin las cuales no podemos vivir; pero cuando las buscamos por el deleite en sí, aparece la sensualidad. Resistamos, pues, a ellas cuando entran, puesto que, según he dicho, es más fácil no aceptarlas que hacerlas salir.
4
«Permíteme —dices— lamentarme de ello, andar un poco temeroso.» Pero este «poco» se alarga mucho y no se detiene a tu albedrío. El descuido en el guardarse a sí mismo puede ser cosa segura en el sabio, el cual detiene donde quiere sus lágrimas y sus gustos; pero nosotros, a quienes no es fácil retroceder, hacemos mejor en no avanzar un paso.
5
Muy justa me parece la contestación de Panecio a un adolescente que le preguntaba si el amor era cosa para el sabio. Del sabio, respondió, ya hablaremos; a ti y a mí, que andamos aún bien lejos de la sabiduría, no es recomendable que nos dejemos caer en una cosa tempestuosa, desenfrenada, que nos haga esclavos de otro y vil a nuestros propios ojos; pues si nos halaga, su benevolencia nos excita; si nos desdeña, inflama nuestro orgullo. Tanto nos daña la facilidad del amor como su dificultad: la facilidad nos cautiva, y la dificultad nos excita a la lucha. Conscientes, pues, como estamos de nuestra flaqueza, mantengámonos en sosiego; no abandonemos nuestra débil alma al vino, a la belleza, a la adulación ni a ninguna de aquellas cosas que nos atraen blandamente.
6
Lo que respondiera Panecio a quien le preguntaba sobre el amor, yo lo digo de todas las pasiones. Alejémonos tanto como podamos de todo terreno resbaladizo, que aun en el seco y firme nos mantenemos en pie con no sobrada firmeza.
7
Aquí me saldrás con aquellas frases vulgares contra los estoicos: «Vuestras promesas son demasiado grandes; vuestros preceptos, demasiado duros. Nosotros somos hombres pequeños y no podemos negárnoslo todo. Dejadnos afligir, pero poco; que tengamos ambiciones, mas atemperadas; que nos encolericemos para calmarnos a poco».
8
¿Sabes por qué no podemos cumplir aquellos preceptos? Porque no estamos persuadidos de que nos sea posible hacerlo. O mejor, ¡por Hércules!, porque la realidad es muy otra. Amamos a nuestros vicios, y por esto los defendemos y preferimos excusarlos a combatirlos. La Naturaleza ha dado al hombre bastante fuerza, si sabemos usarla, si recogemos nuestras energías y las excitamos a luchar por nosotros, o, por lo menos, no contra nosotros. La falta de voluntad es la causa; la falta de fuerza, el pretexto.