Cartas a Lucilio

Carta 123: Elogio de la vida frugal

123

Elogio de la vida frugal

1

Fatigado de una caminata más incómoda que larga, he llegado a altas horas de la noche a mi quinta de Alba. No encuentro allí nada preparado, si no es yo mismo. Pongo, pues, mi gran cansancio sobre el lecho y procuro tomarme con paciencia la tardanza del cocinero y del panadero. Porque voy reflexionando a solas que no hay nada pesado si se toma suavemente, ni nada indignante si es que no haces que lo sea indignándote.

2

Mi panadero no tiene pan, pero sí lo tienen el mayordomo y el portero y el colono. «Pan malo», dices. Espérate y se tornará bueno; el hambre hará que lo encuentres incluso blando y candeal. Por tal razón no se debe comer antes que ella lo mande. Así pues, aguardaré y no comeré hasta que, o tenga pan bueno, o acabe de desdeñar el malo.

3

Es menester acostumbrarse a la escasez. Muchas dificultades de lugar y de tiempo se presentan y cierran el paso al placer hasta a la gente acomodada y bien provista. Nadie puede tener todo lo que quiere; lo que podemos hacer es no querer lo que no tenemos y servirnos alegremente de las cosas que se nos ofrecen. El vientre morigerado y conforme con la escasez es un gran elemento de la libertad.

4

Es inapreciable el placer que encuentro en el hecho de que mi fatiga se haya acostumbrado a componerse sola: no pido unturas, ni el baño, ni ningún otro remedio que el del tiempo. Pues aquello que el trabajo ha contraído, lo cura el reposo. Esta cena ordinaria será más sabrosa que un banquete de obsequio.

5

He aquí una prueba de mi valor puesta de manifiesto súbitamente, o sea de una manera más simple y más sincera. Porque cuando el ejército se ha preparado y se ha armado de paciencia, no aparece la verdadera medida de su firmeza; las pruebas más ciertas son las que damos de pronto, como cuando uno considera las molestias no sólo con valor, sino con serenidad; cuando el espíritu no se exalta ni discute; cuando compensa con la renuncia al deseo el derecho que tenía a recibir alguna cosa y piensa que falta algo a su costumbre, no a él.

6

De muchas cosas no hemos llegado a comprender hasta qué punto nos eran superfluas hasta que han comenzado a faltarnos, por razón de que gozábamos de ellas no porque nos hiciesen falta, sino porque las teníamos. Y ¡cuántas cosas nos hemos proporcionado porque los demás se las habían procurado, porque la mayoría las tenían! Una de las causas de nuestros males es que vivimos por imitación y en lugar de gobernarnos por la razón nos dejamos conducir por lo que es costumbre. Lo que no queríamos imitar si lo hacían pocos, lo hemos seguido cuando han comenzado a hacerlo muchos, como si el ser más frecuente lo hiciese más honorable; hasta el error cuenta en nosotros por derecho natural si se ha convertido en cosa corriente.

7

Ya todo el mundo viaja llevando por delante un escuadrón de jinetes númidas, precedidos por un grupo de corredores: sería vergonzoso que no hubiese nadie para apartar a los que fuesen encontrados en el camino o para dar muestras con una gran polvareda que se acerca un hombre ilustre. Ya todo el mundo tiene mulos para transportar sus cristales, sus vasos múrrinos, su vajilla cincelada por grandes artistas: sería vergonzoso si se viese que tienes unos equipajes que se pueden traquetear sin peligro. Todo el mundo hace viajar a sus esclavos con el rostro cubierto de ungüento, a fin de que ni el sol ni el frío ofendan su piel delicada; sería vergonzoso que entre los muchachos de tu cortejo hubiera uno que no fuese de tez tan fresca que no requiriese protección.

8

Es menester evitar la conversación con todos éstos: son ellos los que nos pegan los vicios y propagan por todas partes el contagio. Parecía que peor raza de estos hombres eran los difundidores de malas habladurías, pero existen además los difundidores de vicios. La conversación de estos hombres es muy perniciosa; pues, por más que no triunfe inmediatamente, deja sus semillas en el espíritu y es un mal que nos sigue hasta cuando nos separamos de ellos para resurgir después.

9

Así como los que han escuchado una sinfonía se llevan dentro de los oídos aquel dulzor y melodía de los cantos que impiden los pensamientos y no los dejan aplicar a cosas serias, así también las palabras de los aduladores y sus alabanzas de cosas reprobables perduran en el corazón más tiempo que sus sonidos en el oído. Y no es cosa fácil al espíritu sacudir un dulce sueño, pues persiste y dura y vuelve de vez en vez. Por esto es menester cerrar los oídos a las palabras perversas, y sobre todo a las primeras; pues cuando han hecho su entrada y han sido admitidas, adquieren osadía.

10

Es por este camino por el que se llega a palabras semejantes. «Virtud, filosofía y justicia no son más que sonidos y vocablos vacíos; la única felicidad es darse buena vida: comer, beber, gozar del patrimonio, esto es vivir, esto es acordarse de que el hombre es mortal. Los días pasan y la vida va fluyendo irreparable. Y si dudamos de nuestro buen juicio, ¿qué se ganará en imponer la frugalidad a una edad aún apta y exigente de placeres que no siempre podrá obtener, y a avanzar de tal manera hacia la muerte, que todo aquello que ella nos habrá de quitar acabe ya desde ahora? No tienes una amiga, no tienes un muchacho para darle envidia, cada día sales de casa en ayunas, cenas como si tuvieses que someter la jornada a la aprobación de tu padre: esto no es vivir, sino asistir a tal vida de otro.

11

»¡Qué gran demencia es trabajar para la fortuna del propio heredero y privarse de todo porque la cuantía de la herencia lo convierta de amigo en enemigo, pues él se alegrará tanto más de tu muerte cuanto más tenga que heredar! No concedas ni el valor de un as a esos tristes y ceñudos censores de la vida ajena, enemigos de sí mismos, pedagogos del pueblo, y no dudes de preferir la buena vida a la buena fama.»

12

Es menester huir de estas palabras, igual que de las aguas que Ulises no quiso atravesar sino atado, por temor a ser arrastrado por su oleaje. Tienen el mismo poder que aquéllas: nos desvían de la patria, de la familia, de las virtudes, y a una vida vergonzosa añaden la vergüenza aún mayor de hacer que en ella se estrellen los demás miserables. ¡Cuánto mejor es seguir el camino derecho y elevarse hasta aquel estado en que sólo las cosas honestas nos resultan agradables!

13

Y esto lo podemos conseguir si tenemos bien presente que existen dos clases de cosas: las que nos atraen y las que nos repelen. Nos llaman las riquezas, los placeres, la ambición, y todas las demás cosas suaves y sonrientes; nos repelen el trabajo, la muerte, el dolor, la ignorancia, la mezquindad de los medios de vida. Es menester, pues, que nos ejercitemos a no temer estas cosas ni a codiciar aquellas otras. Afanémonos, al contrario, en apartarnos de las cosas que nos atraen y a dar la cara a las que nos atacan.

14

¿No ves cuán distinta es la actitud de los que bajan una cuesta de los que la suben? Quien va cuesta abajo echa el cuerpo hacia atrás; quien va cuesta arriba, lo inclina hacia delante. Porque abalanzar el cuerpo hacia delante cuando bajas, o hacia atrás cuando subes, sería, querido Lucilio, consentir en la caída. Los placeres van cuesta abajo; las asperezas y trabajos, cuesta arriba; en éstas es necesario empujar el cuerpo; en aquéllas, frenarlo.

15

¿Piensas que quiero decir que sólo son perniciosos de escuchar los que alaban el placer, los que tratan de infundirnos el miedo al dolor, bastante temible en sí mismo? También creo que nos hacen daño aquellos que bajo apariencia de estoicismo nos exhortan a los vicios. Éstos, como de hecho es así, predican que únicamente el sabio y el docto pueden estar enamorados. «Sólo ellos son aptos para este arte; como son los más entendidos en el arte de beber y de banquetear. Indagan hasta qué edad tienen que ser amados los muchachos.»

16

Dejemos estas cosas para las costumbres de los griegos; para nosotros sería antes preferible que tuviésemos el oído atento a estas otras sentencias: «Nadie es bueno por azar; la virtud quiere un aprendizaje. El placer es una cosa baja y mezquina, indigna de cualquier suerte de estima, común con los animales mudos, buscada con afán por los más pequeños y menospreciables. La gloria es cosa vana y que se desvanece, y más móvil que el viento. La pobreza es mala sólo para aquel que se rebela contra ella. La muerte no es ningún mal». Y si me preguntas qué es, te diré que es la única ley igual para todo el linaje humano. La superstición es una cosa mala en sí misma: teme a quien debe amar y profana a los que debe reverenciar. Pues, ¿qué diferencia existe entre negar a los dioses e infamarlos?

17

Es preciso aprender estas máximas, y aprenderlas de memoria: la filosofía no tiene que sugerir excusas al vicio. El enfermo a quien el médico invita a la intemperancia no tiene ninguna esperanza de salud.

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