Carta 40: El discurso de la verdad debe ser sencillo y sin adornos
40
El discurso de la verdad debe ser sencillo y sin adornos. El que gusta al pueblo no tiene nada de verdadero
1
Me complace que me escribas tan a menudo, pues así te me muestras de la única manera que puedes. No recibo ninguna carta tuya que al punto no me haga sentir como si estuviésemos juntos. Si los retratos de los amigos ausentes nos causan alegría, por cuanto nos renuevan la memoria y aligeran la añoranza, aunque con un consuelo vacío y falso, ¡cuánto más agradables resultan las cartas que nos muestran las verdaderas huellas del amigo ausente, sus inconfundibles maneras de expresarse! Pues aquello que nos resulta más grato en la presencia del amigo, las características que nos lo hacen reconocible, nos lo proporciona la huella de su mano en la carta.
2
Me escribes que escuchaste al filósofo Serapión cuando desembarcó en ese país: «Suele lanzar las palabras en precipitado curso; no las emite una a una, sino que las comprime y rechaza, porque le vienen a la boca muchas más de las que puede pronunciar una sola voz». No apruebo esto en un filósofo, pues es menester que tenga la pronunciación mesurada, como la vida, y nada puede ser bien medido cuando sale precipitadamente de la boca. Por esto Homero atribuye la palabra presurosa, lanzada sin interrupción, como los copos de la nieve, al orador joven, y al orador anciano, empero, la palabra suave y más dulce que la miel.
3
Ten, pues, por cierto que esa vehemencia de la palabra rápida y abundante corresponde más a los charlatanes ambulantes que al hombre que trata y enseña una materia noble y grandiosa. Tan poco apruebo que dejen gotear las palabras como que las precipiten: ni es menester mantener en tensión los oídos ni ensordecerlos. Un habla pobre y seca no logra sostener la atención del auditorio, aburrido por aquella lentitud entrecortada; con todo, más fácilmente penetra lo que se hace aguardar que lo que pasa volando. Finalmente, se dice que los maestros transmiten preceptos a sus discípulos, y no puede ser transmitido aquello que huye.
4
Añade que la elocuencia consagrada a la verdad ha de ser austera y simple, mientras que aquella que le gusta al pueblo no tiene nada de verdadera. Lo que ésta se propone es conmover a la turba, y arrastrar de golpe un auditorio inexperto; no se deja guiar, antes se precipita. Y ¿cómo podría gobernar lo que no puede ser gobernado? Por otra parte, el discurso que se usa para curar los espíritus tiene que penetrar en lo más profundo del hombre, pues los remedios no determinan un provecho si no permanecen en nosotros.
5
Además, aquella elocuencia muestra gran vaciedad y fatuidad, suena mucho más de lo que vale. Es menester calmar las cosas que me aterrorizan, contener las que me irritan, disipar las que me engañan; es menester reprimir la sensualidad, castigar la avaricia; ¿cuál de estas cosas puede hacerse al desgaire?, ¿qué médico puede curar a los enfermos de pasada? Y aun aquel estrépito de palabras que brotan sin elección alguna, que no producen ningún placer.
6
Pero tal como muchas cosas que no habías creído posible hasta haberlas vivido una vez, así también es necesario que te baste y te sobre haber oído una vez a semejantes comediantes de la oratoria. ¿Qué querríamos aprender en ellos, qué querríamos imitar de ellos? ¿Qué podemos pensar de sus almas si las palabras salen con precipitación y sin poder reprimirse?
7
Así como el que desciende por una pendiente no detiene sus pasos en el lugar que se propone, sino que arrastrado por el peso de su cuerpo es lanzado y llega más allá de lo que quería, así también esta rapidez de palabra ni es dueña de sí misma ni adecuada a la filosofía, la cual no tiene que lanzar las palabras, antes colocarlas, y de esta suerte avanzar paso a paso.
8
«Pues, ¿qué? ¿No podrá nunca elevarse?» ¿Por qué no? Pero manteniendo la dignidad moral que esta fuerza violenta y excesiva no permite. Que posea grandes fuerzas, pero gobernadas; que sea como una ola constante y no como un torrente. Difícilmente aconsejaría, ni siquiera a un orador, esa velocidad irrefrenable y sin ley en el decir, pues ¿cómo ha de poder seguirle el jurado, más de una vez inhábil y poco seguro? El orador, hasta cuando se ve arrastrado por el afán de brillar o por una emoción irreprimible, no debe apresurarse ni apretujar las palabras en mayor cantidad de lo que pueden recibir los oídos.
9
Harás bien, pues, en no escuchar más a aquellos hombres que pretenden decir mucho sin preocuparse de la forma, y en todo caso, si lo prefieres, en hablar como Publio Vinicio. «¿Quién era éste?» Habiendo sido preguntado Arelio sobre cómo hablaba Publio Vinicio, respondió: «Arrastrando las palabras». Y Gémino Vario dijo: «No entiendo cómo podéis llamar elocuente a un hombre que no puede pronunciar tres palabras seguidas». ¿Por qué no tendrías que preferir ese hablar de Vinicio?
10-11
Y esto aunque saliere un impertinente como aquel que oyendo cómo se iba arrancando las palabras de la boca una a una, como si en lugar de pronunciarlas las dictase, le dijo: «Di, ¿tienes algo por decir?». Por lo que se refiere a la precipitación de Quinto Haterio, orador celebérrimo en su tiempo, creo que era un orador sensato que se guardaba mucho de este defecto. Era hombre que no dudaba nunca, que no se detenía nunca; que comenzaba y acababa de un arranque. Creo, con todo, que estas cosas convienen más o menos según las naciones: entre los griegos es más soportable semejante licencia; nosotros mismos, cuando escribimos, acostumbramos separar las palabras. El propio Cicerón, a partir del cual tomó empuje la elocuencia romana, iba paso a paso. La elocuencia romana es más circunspecta: aprecia el propio valor y se hace apreciar.
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Fabiano, varón egregio por la virtud y la ciencia, y, lo que no vale tanto, por la elocuencia, se expresaba, más que apresuradamente, expeditamente, en forma que hubiera podido ser calificado de orador fácil, pero no rápido. Apruebo, aunque no exijo, esta facilidad en el varón sabio; aunque su discurso salga sin tropiezos, prefiero que nos sea librado con mesura a que surja a borbotones.
13
Querría alejarte de esta calamidad, tanto más cuanto que no podrías entregarte a ella sin perder el respeto a ti mismo; sería menester que perdieras toda vergüenza y que ni tú mismo te oyeses. Pues aquella carrera irreflexiva arrastra muchas cosas que después querrías hacer retroceder.
14
Lo repito: no podrías caer en estas cosas sin perder la vergüenza. Además, precisa grandes ejercicios cotidianos y consagrarse, apartándose de las cosas, al estudio de las palabras. Y aunque las palabras te vinieren solas a las mientes y brotasen sin trabajo, aun entonces sería menester templarlas; pues tal como corresponde al varón sabio un caminar modesto, también le conviene una palabra concisa y poco audaz. Sea, pues, éste el postrer resumen: te recomiendo que seas lento de palabra.