V. Otras cartas
V
OTRAS CARTAS
Cuando hablamos, nada de lo que decimos precipitada y apresuradamente evidencia un orden. Así que la vehemencia en la expresión, precipitada y copiosa, es más propia de un charlatán que de alguien que se ocupa de un asunto serio y noble. El discurso empeñado en la verdad debe ser sencillo y sin adornos. El que gusta al pueblo no contiene mayores verdades, pues pretende conmover a la turba y embelesar con su ímpetu al oyente irreflexivo. Cicerón, que enalteció la elocuencia romana, hablaba pausadamente. Convendría que evitemos el enrojecimiento y que nos escuchemos a nosotros mismos. La atención puesta en los asuntos hay que aplicarla también en las palabras. Debemos ser lentos en el hablar.
Todos podemos ser esclavos, le recuerda Séneca a Lucilio al expresarle su satisfacción de que conviva con sus esclavos en su casa familiar de Siracusa. Unos son esclavos de la lujuria; otros, de la avaricia; otros, de los honores; todos somos esclavos de la esperanza y del temor. Y no existe esclavitud más deshonrosa que la voluntaria. Pero hubo nobles que fueron esclavos por asuntos del destino: fueron esclavos Platón, la madre de Darío, Hécuba y Diógenes. Hemos de tratar a los esclavos como quisiéramos que nos trataran nuestros superiores. Sí, son esclavos, pero son humanos, humildes amigos que comparten el mismo techo y el mismo final con nosotros. Debes, pues, sentar a los esclavos a la mesa contigo igual que a todos los hombres libres. Porque unos son dignos, y otros para que se hagan dignos. El amigo no sólo lo encontramos en el foro o en la curia.
Para Séneca las cartas deben ser una conversación sencilla, como si estuviéramos junto al amigo, sin una pulcritud afectada, en las que no haya nada rebuscado o falso. La autenticidad de nuestros sentimientos tiene dos fases: el sentirlos y el expresarlos, pero es preferirle mostrarlos antes que expresarlos. En todo caso, debemos expresar lo que sentimos y sentir lo que expresamos, siendo así que nuestra manera de hablar se corresponda con nuestra vida. Nuestras palabras deben ser de aprovechamiento y no de deleite.
No debemos tan sólo leer, ni tan sólo escribir: es preciso hacer lo uno y lo otro, conjugando ambos ejercicios. Si no asimilamos lo que leemos, va al acervo de la memoria, no al de nuestra inteligencia. Es preciso convertir el discurso de las palabras en el decurso de nuestra vida. Por mucho que admiremos a un autor que nos ha llegado profundamente en el alma, nuestra semejanza con él debe ser la de un hijo, no la de un retrato: pues el retrato es un objeto sin vida. Como las abejas al elaborar su miel, que la toman de distintas fuentes y luego le dan un sabor armonioso y único, nosotros debemos distinguir cuantas ideas acumulamos de diversas lecturas; luego, gracias a nuestra propia asimilación e ingenio, fundir en un sabor y discurso únicos los diferentes conocimientos e ideas, de suerte que el modelo sea distinto de la obra nuestra, de nuestra propia reflexión.
Como Sócrates y Virgilio, como Cicerón y Atalo, Escipión el Africano fue uno de los hombres que más admiró Séneca. Conmovido, como pocas veces se muestra el pensador a lo largo de sus cartas, le escribe a su amigo Lucilio desde la misma quinta del héroe romano, después de «haber adorado sus manes y el altar que sospecho que sea el sepulcro de tan egregio varón». Como pocos romanos, el gran general, el «terror de Cartago», sirvió a su patria y siguió sirviéndola cuando renunció y se retiró a su casa de campo en la Campania. Aquí Séneca no sólo está conmovido por visitar el último hogar del gran héroe de Roma, sino acaso por la comprobación íntima de que también él se encuentra al final de su vida en una situación parecida a la de Escipión: por haber servido a Roma y a los hombres de Roma, ha tenido que renunciar a todo, a excepción de sus amigos y de su esposa Paulina, y retirarse a una vida frugal en su quinta de Nomento.