Carta 83: Jornada habitual en la vida del viejo Séneca
83
Jornada habitual en la vida del viejo Séneca. Ideas y hechos aleccionadores contra la embriaguez
1
Me pides que te explique qué hago cada día y cada hora: buen concepto tienes de mí si crees que en mis días no hay nada de que deba esconderme. Sin duda tendríamos que vivir como si siempre nos estuviésemos viendo, tendríamos que pensar como si alguien pudiera mirar incluso en nuestro interior; y, ciertamente, alguien puede hacerlo. ¿De qué sirve tener secretos para los hombres? Nada queda cerrado para Dios. Él está presente en nuestras almas e interviene en nuestros pensamientos. Interviene, digo. ¡Como si se hubiese apartado alguna vez!
2
Haré, pues, lo que me pides, y de buen grado te escribiré todo lo que hago y en qué orden. Desde hoy me observaré, y, cosa sumamente útil, haré el examen de cada día. El no examinar nuestra vida es lo que nos endurece en el mal. En realidad, pocas veces pensamos en lo que hemos de hacer; pero no pensamos nunca en lo que hemos hecho, aunque el consejo del comportamiento futuro resulte de la vida pasada.
3
El día de hoy ha sido un día pleno, nadie me ha podido robar ni una brizna de él. Todo ha quedado distribuido entre el lecho y la lectura; nada he concedido al ejercicio corporal, y doy muchísimas gracias a la vejez que esto me resulte muy poco difícil, pues, en cuanto me muevo, al punto me siento fatigado. No es sino éste el objetivo de todo ejercicio, aun de los de la gente más robusta.
4
Me preguntas a quién tengo por compañeros de mis ejercicios. Me basta con uno, aquel buen Fario, que, como sabes, es una persona muy amable, pero lo cambiaré: quiero un compañero más joven. El buen hombre me dice que los dos estamos pasando la misma edad, ya que a ambos se nos caen los dientes. Pero a duras penas puedo alcanzarlo corriendo, y dentro de pocos días ya no podré; mira cómo aprovecha el ejercicio cotidiano. Entre dos que van en dirección contraria pronto la distancia se hace muy grande; él sube y yo bajo, al mismo tiempo, pero no ignoras que una cosa camina más aprisa que la otra. Y aún no he dicho toda la verdad; mi edad no desciende, se hunde.
5
Si me preguntas cómo ha resultado la pugna de hoy, te diré que nos ha acontecido aquello que raras veces sucede a los corredores: hemos ganado los dos. Después de haberme, más que ejercitado, fatigado de esa suerte, tomo el baño de agua fría, nombre con el cual designo la que no es muy fría. Yo, antes intrépido amante del agua helada, que en las calendas de enero saludaba al Euripo, que comenzaba el año nuevo bañándome en la fuente Virgo, tal como otros lo comienzan leyendo, escribiendo o hablando, de buenas a primeras decidí trasladar mi campamento al Tíber y después a esta bañera que en los días que me siento más fuerte y no se produce ningún desorden en mi organismo es templada únicamente por el sol. No falta mucho para significar un régimen de baños ordinarios.
6
Al terminar, pan seco y la comida fuera de la mesa, después de lo cual no precisa lavarse las manos. Duermo poco tiempo; ya sabes mis costumbres: mi sueño es muy breve y aun interrumpido. Me basta haber cesado de estar en vela. Algunas veces estoy cierto que he dormido, otras solamente lo sospecho.
7
He aquí el alboroto del Circo que me envuelve y casi me ensordece; una gritería súbita, un clamor de multitud, viene a herir mis oídos, pero ni ahuyenta mis reflexiones ni tan sólo las interrumpe. Soporto con gran paciencia tanto ruido; aquella profusión de voces distintas que se reúnen en una sola me da la impresión del oleaje marino, del viento que azota la selva o de cualquier otro de los clamores sin sentido.
8
¿En qué he ocupado, pues, mi espíritu? Te lo voy a decir. De ayer me quedó pendiente una meditación: con qué propósito hombres de gran sensatez imaginaron para los asuntos más importantes demostraciones tan flojas y ambiguas que, hasta cuando son ciertas, tienen una apariencia de mentira.
9
Zenón, varón egregio, fundador de nuestra escuela, la más valerosa y más austera, quiere infundirnos horror a la embriaguez. Escucha, pues, cómo demuestra que el hombre bueno no se embriagará: «Nadie confía un secreto al beodo; pero confiamos un secreto al hombre bueno, luego el hombre bueno no se embriaga». Ahora escucha cómo se puede burlar este argumento mediante otro contrario, pues basta mencionar uno entre muchos: «A quien duerme nadie le confía un secreto; pero confiamos uno al hombre bueno, luego el hombre bueno no duerme».
10
La única manera que puede y defiende Posidonio es la causa de nuestro Zenón, pero ni aun defendiéndola como él lo hace creo que pueda ser sostenida. Pues él dice que beodo puede entenderse de dos maneras: una, dándole el significado de lleno de vino, con el juicio alterado por la embriaguez; otra, dándole el significado de embriagarse a menudo, de estar inclinado a este vicio. Este segundo significado es el que aplica Zenón, es decir, «el que suele embriagarse», no «el que está embriagado», y es evidente que nadie le confiaría un secreto que el vino podría hacerle traicionar.
11
Pero esta argumentación es falsa; porque el primer miembro de aquel razonamiento afecta al que está beodo, no al que lo estará. Y harto reconocerás que existe gran diferencia entre beodo y bebedor, pues el que está beodo puede estar por primera vez y no tener el vicio, y el bebedor muchas veces puede no estar beodo. Toma, pues, aquella palabra en el sentido ordinario, por añadidura usada por un hombre que siente gran preocupación por la exactitud y que pondera las palabras. Ten en cuenta también que, si Zenón lo entendió, y quiso que lo entendiésemos de ese modo, buscó engañarnos con la ambigüedad de la palabra, cosa que no debe hacerse cuando se busca la verdad.
12
Pero, aun suponiendo que lo entendiese así, es falsa la afirmación siguiente, que no se confíe ningún secreto a quien tiene por costumbre embriagarse. Piensa a cuántos soldados, no siempre sobrios en la bebida, el general y el tribuno y el centurión han confiado secretos rigurosos. El complot de la muerte de G. César, de aquel a quien la derrota de Pompeyo entregó la República, fue igualmente conocido de Tulio Cimbro y de G. Casio. Casio fue abstemio toda su vida y Tulio Cimbro era muy inclinado al vino y harto insolente de palabra. Él mismo se chanceaba de su vicio, diciendo: «¿Cómo he de soportar a nadie si no puedo soportar el vino?».
13
Cada uno puede recordar aquellos hombres a los que no se les puede confiar el vino, pero se les puede confiar un secreto; mas referiré, para que no se me olvide, un ejemplo que se me ha ocurrido de pronto, pues es buena costumbre proveer nuestra vida de buenos ejemplos sin tener que recurrir siempre a los antiguos.
14
Lucio Pisón, gobernador de Roma, desde que le nombraron, siempre estaba embriagado. Pasaba la mayor parte de la noche de festín; dormía casi hasta mediodía, que era para él cuando comenzaba la mañana. A pesar de todo, cumplía las obligaciones de su cargo con gran diligencia, y eran las de vigilar la ciudad. El propio Augusto el Divino le había confiado órdenes secretas cuando le hizo gobernador de Tracia, que sometiera; como también las recibió de Tiberio al salir hacia la Campania dejando en Roma problemas peligrosos y desagradables.
15
Pienso que por haber dado buen resultado la embriaguez de Pisón, después Cosso fue prefecto de Roma, hombre de juicio moderado, pero tan dado al vino, que una vez que acudió al Senado desde un festín, le venció el sueño hasta tal punto que tuvieron que sacarle por no haberle podido despertar. Y, a pesar de todo, Tiberio le escribió de su mano cosas que ni confiaba a sus ministros, y nunca escapó a Cosso secreto alguno, ni político ni privado.
16
Apartemos, pues, las declaraciones de este estilo: «El alma aprisionada por la bebida no es dueña de sí misma; así como el vino nuevo rompe las vasijas y la fuerza de su calor hace ascender a la superficie todo lo que yacía en el fondo, así, con el calor del vino, todo cuanto yacía oculto en el fondo del alma es arrancado y sacado a la luz. Los que andan llenos de vino, de la misma manera como no pueden contener la comida, que les fluye junto con el vino, tampoco pueden contener un secreto: sueltan tanto los suyos como los de los demás».
17
Pero, aunque acostumbren pasar las cosas en esta forma, también acontece a menudo que consultemos sobre asuntos esenciales a hombres especialmente inclinados a la bebida. Es, por lo tanto, falso aquello que dicen como defensa: que no debemos confiar un secreto a quien acostumbra embriagarse. ¡Cuánto mejor sería atacar de cara el vicio de la embriaguez, exponiendo todos sus desórdenes, que aun un hombre corriente debería evitar, sobre todo el sabio, al cual basta con apagar la sed, e incluso cuando, para rendir honor a otro, es excitado a una prolongada alegría, se contiene mucho antes de llegar a la embriaguez!
18
Ya examinaremos más tarde si el exceso de vino perturba el alma del sabio y le hace decir aquellas cosas propias de los beodos; mientras, si quieres demostrar que el hombre bueno no debe embriagarse, ¿es menester proceder por silogismos? Muestra cuán vergonzoso es tragar más de lo que nuestro cuerpo puede contener y no conocer la medida del propio estómago; muestra cuántas cosas realizan los beodos, de los cuales se avergüenzan los que están en su cabal juicio, y cómo la embriaguez no es más que una locura momentánea. Prolonga por muchos días ese estado de embriaguez, y ¿cómo podrías dudar que es un caso de locura? La de ahora es más breve, pero no menor.
19
Recuerda el ejemplo de Alejandro de Macedonia, el cual, en un festín, atravesó a Clito, su amigo más caro y más fiel, y cuando se percató del crimen que había cometido, quiso morir, y, ciertamente, debiera hacerlo. La embriaguez inflama y descubre todos los vicios, destruyendo la vergüenza que se opone a las tentativas de maldad, pues son muchos los que se abstienen de pecar por vergüenza y no por buena voluntad.
20
Cuando la fuerza excesiva del vino se ha apoderado del alma, sale fuera todo el mal que se ocultaba en el interior de ésta. La embriaguez no engendra los vicios, pero los traiciona; entonces el incontinente ni siquiera aguarda a llegar al dormitorio, sino que permite a sus apetitos todo lo que piden y sin demora; entonces el impúdico descubre y publica su enfermedad; entonces el pendenciero no contiene ni la lengua ni la mano. Crece la soberbia del arrogante, la dureza del cruel, la mordacidad del envidioso: todo vicio se hincha y estalla.
21
Añade aquel desconocimiento de sí mismo, aquellas palabras dudosas y sin sentido, los ojos extraviados, el paso vacilante, la cabeza insegura, los techos moviéndose como si un huracán hiciera girar toda la casa, los tormentos del estómago cuando el vino fermenta y distiende las entrañas. Y entonces aún es soportable, mientras todavía puede mantenerse en pie, pero ¿qué pasa si degenera en sueño y lo que fue embriaguez se convierte en indigestión?
22
Reflexiona qué desastres ha ocasionado la embriaguez general de un pueblo. Ha entregado al enemigo poblaciones intrépidas y guerreras, ha abierto murallas defendidas durante años en lucha obstinada, ha dejado a merced ajena los hombres más tenaces en sacudir el yugo, ha domeñado por el vino a los que no podían serlo por las legiones.
23
Alejandro, a quien acabo de mencionar, que saliera sano y salvo de tantas expediciones, de tantas batallas, de tantos inviernos soportados a pesar de la intemperie y de la dificultad de los lugares, de tantos ríos de origen desconocido, de tantos mares, fue derribado por la intemperancia en el beber, por aquella fatal copa de Hércules.
24
¿Qué gloria es tragar mucho? Cuando hayas ganado la palma, cuando los comensales, vencidos por el sueño y después de haber vomitado, rechacen la copa que les ofreces, cuando en todo el festín tú solo te mantengas en pie, cuando les hayas vencido a todos con tu magnífico valor en soportar más vino que nadie, serás derrotado por un odre.
25
Marco Antonio, ilustre varón y de elevados pensamientos, ¿por qué otra cosa fue dominado y conducido a adoptar costumbres extranjeras y vicios no romanos si no fue por la embriaguez y el amor de Cleopatra, no menos fuerte que el vino? Esto fue lo que le convirtió en enemigo de la República, esto fue lo que le hiciera inferior a sus enemigos; esto lo tornó cruel, cuando, estando en la cena, hizo traer a su presencia las cabezas de los principales ciudadanos; cuando, entre suntuosos festines y regias opulencias, reconocía los rostros y las manos7 de los proscritos; cuando, ahíto de vino, aún sentía sed de sangre. ¡Era intolerable que se embriagase cuando hacía estas cosas; cuánto más lo era que lo hiciese en la embriaguez!
26
Casi siempre de la embriaguez resulta la crueldad, porque vicia el alma sana y la vuelve furiosa. Así como las enfermedades largas vuelven a los hombres malhumorados e irritables y se encolerizan a la más pequeña contradicción, la embriaguez continua torna feroces los corazones. Porque sintiéndose muchas veces fuera de sí, el hábito de la demencia los endurece, y los vicios engendrados por el vino se robustecen aun sin el vino.
27
Muestra, pues, que el sabio no debe embriagarse. Haznos manifiesta su fealdad y su inoportunidad con hechos, no con palabras. Demuéstranos, cosa bien fácil, que esto que llamamos placeres, cuando rebasan la medida, se convierten en penalidades. Porque si arguyes que el sabio no se embriaga ni con mucho vino, y que sostiene el juicio perfecto aun en la embriaguez, te será permitido también demostrar que no morirá ni aunque se tome un veneno, que no se dormirá ni bebiendo un narcótico, que ni habiendo ingerido eléboro expulsaría por arriba y por abajo todo lo que tuviese en las entrañas. Pero si le flaquean las piernas y la lengua no le obedece, ¿con qué derecho lo crees en parte sobrio y en parte ebrio?