Carta 91: El incendio de Lyon y los avatares de la fortuna
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El incendio de Lyon y los avatares de la fortuna. Fortalecer el espíritu frente a los riesgos venideros
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Nuestro amigo Liberal8 está ahora muy triste, porque ha tenido noticia de un incendio que acaba de destruir la colonia de Lyon. He aquí una calamidad que conmovería a cualquier hombre, no solamente a uno muy amante de su patria. Por esta razón ha perdido aquella firmeza de espíritu que él había ejercido contra aquellos males que creía que se podían temer. Pero, por este golpe tan imprevisto y casi inaudito, no me extraña que no sientas temor alguno, por cuanto es un mal sin ejemplo, ya que, aunque en muchas ciudades hiciera estragos un incendio, ninguna había sido destruida por entero. Incluso en aquellas a las cuales el incendio fue llevado por mano del enemigo, vemos que se apaga en muchos lugares, por más que vuelvan a encenderlo, y son muy raras las veces en que lo devora hasta el punto de no dejar nada para el hierro. Ni aun los mismos terremotos son tan devastadores y funestos que asuelen poblados enteros. En fin, nunca se había visto un incendio tan destructor que no dejara nada para otro incendio.
2
Construcciones tan magníficas que cada una de ellas habría honrado a una ciudad, las derribó una sola noche; en medio de tanta paz sobrevino un desastre, que ni siquiera de la guerra se hubiera podido temer. ¿Quién lo creería? Entre el reposo de las armas, reinando la seguridad en toda la Tierra, Lyon, famosa en toda la Galia, ha desaparecido. La fortuna, a todos los que ha afligido con calamidades públicas, les ha permitido temer lo que les reservaba para sufrir; a ninguna cosa grande le ha faltado algún tiempo para prevenirse ante la ruina; sólo en esta ocasión una sola noche fue el intervalo entre una ciudad grandiosa y la nada. En una palabra, su hundimiento tuvo efecto en menos de lo que empleo en contarlo.
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Estas consideraciones son las que doblegan la voluntad de nuestro Liberal, antes tan firme y enérgico; y no es sin causa que se haya sentido traqueteada. Los males inesperados abaten más; la novedad añade peso a los desastres; no existe ningún mortal que no se duela de los males que han venido acompañados de sorpresa.
4
Por esto nos hemos de prevenir contra todos, a todos tiene que anticiparse nuestro espíritu, no considerando solamente lo que suele suceder, sino lo que puede acaecer. Porque ¿qué cosa existe que la fortuna no pueda abatir en su estado más floreciente, que no pueda ser atacada y removida por ella, tanto más cuanto más ostentosamente brille? ¿Qué existe para ella costoso y difícil?
5
No va nunca por el mismo camino, ni por una ruta establecida: ya vuelve nuestras propias manos contra nosotros; ya, contentándose con sus propias fuerzas, nos crea peligros sin causa. Ningún tiempo se ha podido ver libre; de los mismos placeres surgen causas de dolor. La guerra estalla en plena paz y los auxilios que inspiraban seguridad se vuelven motivos de temor, de un amigo surge un enemigo; de un compañero, un adversario. La serenidad estival es agitada de pronto por tempestades más fuertes que las del invierno. Sufrimos hostilidades sin enemigos, y si faltan causas para calamidades, harto las encuentra la felicidad excesiva. La enfermedad asalta a los más temperantes; la tisis, a los más robustos; la pena, a los más inocentes; el alboroto, a los más solitarios. El hado anda siempre buscando alguna cosa nueva, para descargar su fuerza cuando estamos distraídos.
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Todo aquello que había sido construido tras una larga serie de trabajos, ayudados por el constante favor de los dioses, un solo día lo dispersa y desmenuza. Demasiado lentamente creyó que se acercan los males aquel que les asignó un día: una hora, un momento basta para hundir los Imperios. Sería un consuelo para nuestra flaqueza y la de nuestras cosas que todo tardase tanto en decaer como en hacerse; empero ahora el crecer es lento y la caída rápida.
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Nada hay estable en los bienes privados ni en los públicos; el momento fatal se acerca tanto para los hombres como para las ciudades. El terror se encuentra en el seno de la mayor tranquilidad, y sin que por fuera vayan acumulándose los elementos adversos, el desastre estalla cuando menos se teme. Reinos que habían resistido guerras civiles y exteriores, caen sin que nadie los empuje. ¿Cuántos reinos han sostenido la prosperidad por mucho tiempo?
8
Es menester, pues, pensar en todos los males y afirmar el espíritu contra todo lo que pueda acaecernos. Destierros, tormentos de las enfermedades, guerras, naufragios; sobre todo ello debemos meditar. El azar puede privarte a ti de la patria y a la patria de ti; te puede precipitar en la soledad, puede sumirte en ésta allí mismo donde la muchedumbre se espesa. Sea puesta ante nuestra vista toda posible condición, y precavamos nuestro espíritu, no ya contra las cosas que acontecen a menudo, sino contra las que pueden acontecer, si no queremos ser abrumados o aterrorizados por su novedad imprevista; es menester considerar la fortuna en todos sus aspectos.
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¿Cuántas veces un terremoto ha devastado ciudades de Asia y de Acaya? ¿Cuántos poblados de Siria, de Macedonia ha devorado? ¿Cuántas veces este mismo azote asoló la isla de Chipre? ¿Cuántas veces la ciudad de Pafos se ha derrumbado sobre sí misma? A menudo se nos ha anunciado la ruina de ciudades enteras, y nosotros, entre los cuales semejantes nuevas se difunden con frecuencia, ¡qué pequeña parte somos del Universo! Resistamos, pues, a los golpes del azar, y, pase lo que pase, sepamos que nada es tan grande como lo pondera la fama.
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Se ha quemado una ciudad opulenta, adorno de las provincias entre las cuales se hallaba situada, ciudad bien distinguida, levantada sobre un monte de escasa amplitud. De todas estas ciudades que oímos alabar como nobles y magníficas, el tiempo borrará hasta los vestigios. ¿No ves cómo en la Acaya han sido consumidos aun los cimientos de ciudades insignes y ya no queda de ellas ni señales por las que pudiera colegirse que han existido?
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No caen únicamente las obras de los hombres, no sólo aquello que ha sido creado por el arte o el ingenio humano es destruido por el tiempo; las cimas de los montes se van fundiendo, se hunden regiones enteras, el mar cubre aquellas tierras que estaban lejos de él. La furia dispersa del fuego ha roído montañas sobre las cuales refulgía, y ha rebajado a ras de tierra cimas antes elevadas, consuelo y norte de navegantes. Si hasta las creaciones de la Naturaleza son maltratadas, bien es menester que soportemos con serenidad de espíritu que se hundan las ciudades.
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Toda cosa se mantiene en pie para caer; a todas aguarda el mismo fin, sea porque una fuerza interior, un viento que no halla salida, sacuda violentamente el peso que le tiene cautivo, sea porque el turbión de los torrentes subterráneos rompa los obstáculos, sea porque la violencia de las llamas haga estallar la osamenta de la Tierra, sea porque la vejez, de la cual nada queda libre, haya atacado insensiblemente, sea porque un clima malsano haya expulsado los pueblos, y la miseria haya tornado pestilente el desierto. Serían largos de enumerar todos los caminos del hecho adverso. Una cosa sé: que todas las obras de los mortales están condenadas a muerte; vivimos entre cosas perecederas.
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Estos consuelos y otros mejores presento a nuestro Liberal, encendido por un increíble amor a su Patna, que tal vez ha sido destruida para volver a levantarse mejor. A menudo la desgracia ha abierto paso a una fortuna más brillante; muchas cosas han caído para levantarse de nuevo más grandes y más prósperas. Timágenes, enemigo de la prosperidad de Roma, decía que los incendios de la ciudad sólo le daban pena porque sabía que aquellas ruinas serían reedificadas mejor que antes de haber sido quemada.
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También para la ciudad de Lyon es de creer que todos rivalizarán en restaurarla más grande y gloriosa de como la perdieron. ¡Y cabe esperar que perdure, fundada para más larga edad bajo mejores auspicios! Pues esta colonia no contaba más que cien años desde su origen, lo que no es una edad extrema ni aun para un hombre. Establecida por Planeo, la excelencia del lugar la hizo crecer hasta convertirse en una gran población; pero ¡cuántos desastres tuvo que soportar dentro del plazo de una longevidad humana!
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Eduquemos, pues, a nuestra alma en la comprensión de su suerte y en la resignación a ésta, y sepamos que no hay nada que sea respetado por la audacia de la fortuna, que tiene los mismos derechos sobre los Imperios que sobre los imperantes, el mismo poder contra las ciudades que contra los hombres. Nada de esto debe indignarnos, pues éstas son las leyes que rigen en el mundo donde hemos entrado. Si te placen, obedécelas; si no, sal por donde quieras. Indígnate si alguna condición inicua se ha establecido particularmente contra ti; pero si una misma necesidad obliga a los más grandes y a los más pequeños, reconcíliate con el hado que conduce a la disolución de toda cosa.
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No es caso que nos midas por estos sepulcros que bordean nuestras vías: a todos nos iguala la ceniza. Nacemos desiguales, morimos iguales Lo mismo digo de las ciudades que de sus habitantes: igualmente ha sido tomada Ardea que Roma. El legislador de la humanidad no nos distingue por el nacimiento ni por la gloria del nombre más que mientras vivimos, pero en cuanto llegamos al fin de toda cosa mortal, nos dice: «Apártate, ambición, sea una sola luz la que pese sobre la Tierra». Nosotros somos iguales ante todos los sufrimientos, nadie es más frágil que otro, nadie tiene mayor seguridad del mañana.
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Alejandro, rey de Macedonia, emprendió el estudio de la geometría para llegar a saber, el infeliz, cuán pequeña era la Tierra, de la cual sólo había conquistado una pequeña parte. Por esto le llamo infeliz, pues iba a comprender la falsedad del sobrenombre que llevaba. Porque ¿quién puede ser grande en un mundo pequeño? Las nociones que le enseñaban eran abstractas y reclamaban una atención demasiado atenta para ser captadas por un hombre loco de soberbia, que tenía sus pensamientos al otro lado del mar. «Enséñame cosas fáciles», dijo. Y el maestro le respondió: «Son las mismas para todo el mundo e igualmente difíciles».
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Figúrate que esto te lo dice la Naturaleza: «Estas cosas de que te quejas son iguales para todos. A nadie puedo conceder que sean más fáciles, pero todo el que quiera puede obtener que lo sean». ¿Cómo? Con la serenidad del espíritu. Es menester que pases penas, que sufras hambre y sed, que envejezcas si es que te toca permanecer mucho tiempo entre los hombres, y que estés enfermo, y que sufras pérdidas, y que mueras.
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Lo que precisa es que no des crédito a estos rumores del mundo en derredor tuyo: nada de todo eso es un daño, nada es intolerable o pesado. El miedo que causan es convencional: tanto temes la muerte, como temes su fama. ¿Y qué más necio que un hombre que teme las palabras? Nuestro Demetrio suele decir ingeniosamente que hace tanto caso de las palabras de los necios como de los ruidos que le salen del vientre. «¿Qué me importa —dice— que suenen por arriba o por abajo?»
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¡Qué demencia la de temer ser infamado por los infames! Tal como habéis temido, sin motivo, una fama, así habéis temido lo que no habríais tenido que temer si no lo hubiese mandado la fama. ¿Padecería, por ejemplo, ningún detrimento un hombre bueno porque se difundieran en derredor de él malos rumores?
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En nuestro concepto, tampoco sufre detrimento la muerte pues también ella tiene mala fama. Nadie de los que la desacreditan la ha experimentado, y siempre es temeridad condenar aquello que se ignora. Lo que sí sabes es a cuántos ha sido útil, a cuántos ha liberado de sus tormentos, de la necesidad, de las disputas, de los suplicios, del tedio.