Carta 82: Los falsos silogismos de Zenón sobre la muerte
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Los falsos silogismos de Zenón sobre la muerte. La muerte debe menospreciarse más de lo que se suele hacer
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Y lo que te hará firme es la meditación continua, con tal que no ejercites la lengua, sino el alma; con tal que te prepares para la muerte, contra la cual no te servirá de exhortación ni de incitación al buen ánimo quien pruebe de persuadirte con simples sofismas de que la muerte no es un mal. Es cosa placentera, oh Lucilio, el mejor de los hombres, reírse de las inepcias griegas, de las cuales aún no me he desasido, no sin extrañeza por mi parte.
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Nuestro Zenón utiliza este silogismo: «No existe ningún mal glorioso; pero la muerte es gloriosa, por lo tanto, no es ningún mal». Me has hecho un gran servicio: ya estoy libre de temor; al oír esto, no vacilaré en entregarte mi cuello. ¿No podrías hablar más seriamente, sin hacer reír al que se halla junto a la muerte? Por Hércules, no te podría decir quién fue más insensato, si el que creyó destruir el temor de la muerte con semejante silogismo, o quien pretendió rebatirlo como si valiese la pena.
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Pues él mismo le opone un silogismo contrario, deducido del hecho de que nosotros contamos la muerte entre aquellas cosas que los griegos llaman adiáphora [indiferentes]. «Nada que sea indiferente —dice— es glorioso; pero la muerte es gloriosa; luego no es indiferente.» Harto debes distinguir dónde falla este argumento: la muerte no es gloriosa, pero es glorioso morir con entereza. Cuando tú dices «nada que sea indiferente es glorioso», te lo concedo, en el bien entendido que todo aquello que es glorioso se refiere a cosas indiferentes, comprendiendo entre éstas, es decir, entre las que no son ni buenas ni malas, la enfermedad, el dolor, la pobreza, el destierro, la muerte.
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Ninguna de estas cosas es gloriosa en sí misma, pero nada lo es sin ellas. Ya que no se alaba a la pobreza, sino a aquel que no es subyugado ni anulado por la pobreza; no es alabado el destierro precisamente, sino aquel Rutilio que fue al destierro con un gesto que no hubiera sido más enérgico si hubiese enviado a otro; no es alabado el dolor precisamente, sino aquel que no cede a su coacción. Nadie alaba la muerte, excepto aquel a quien la muerte arrancó el alma antes de podérsela turbar.
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Ninguna de estas cosas es en sí misma honorable ni gloriosa, pero cualquiera de ellas a la cual se acerque la virtud, que sea manejada por la virtud, se torna honorable y gloriosa; por lo que a ellas se refiere, se mantienen en una zona medianera. Lo que importa es si lo que se relaciona con ellas es la virtud o la maldad, pues aquella muerte que en Catón fue gloriosa, pronto se convirtió en deshonesta y vergonzosa en Bruto. Quiero decir aquel Bruto que en el momento que tenía que morir, buscando dilaciones, se retiró a descargar el vientre, y habiendo sido llamado entonces para morir, para que presentase su cuello, dijo: «Lo presentaré si ello me permite vivir». Y poco faltó para que añadiese: «Aunque sea bajo Antonio». ¡Oh hombre digno de ser abandonado a la vida!
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Por otra parte, tal como he comenzado a decir, ya ves que ni la propia muerte es ni buena ni mala: Catón ganó con ella gran gloria; Bruto, un gran deshonor. Toda cosa recibe de la virtud la belleza que le faltaba. Decimos de una estancia que es clara, pero de noche es oscurísima; el día le presta luz, la noche se la roba.
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De igual manera vemos que la maldad o la virtud confieren el nombre de bueno o malo a aquellas cosas que nosotros llamamos indiferentes o neutras: riquezas, fuerza, belleza, honores, realeza, y, en el lado contrario, muerte, destierro, falta de salud, dolores, y otras cosas más o menos temidas por nosotros. Una masa material no es en sí misma caliente ni fría; puesta al horno, se calienta; lanzada al agua, se enfría. La muerte es honorable por obra de aquello que es honorable, y esto no puede ser más que la virtud y el alma menospreciadora de las miserias.
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Existen también, Lucilio, grandes diferencias entre estas cosas que llamamos neutras. Pues la indiferencia ante la muerte no es la misma que ante el hecho de si tienes los cabellos cortados de manera regular; antes la muerte debe contarse entre aquellas cosas que ciertamente no son malas, pero tienen toda la apariencia de tales; el amor a sí mismo, la voluntad de permanecer y conservarse y la repugnancia a la disolución, son cosas que encontramos naturalmente en nosotros, por cuanto la muerte parece robarnos mucho y sacarnos de esta abundancia a la cual estamos acostumbrados. También se nos hace repulsiva la muerte por el hecho de que las cosas presentes ya las conocemos, pero desconocemos aquellas a las cuales hemos de pasar, y sentimos el horror de lo desconocido. Es, por otra parte, natural el miedo a las tinieblas, a las que creemos que la muerte nos conduce.
Así pues, aunque la muerte sea indiferente, no puede ser dejada de lado fácilmente; el alma tiene que endurecerse a fuerza de arduos ejercicios, a fin de poderla mirar cara a cara y acercarse a ella. La muerte debe menospreciarse más de lo que suele hacerse. Muchas cosas nos han hecho creer de ella; muchos hombres de genio han rivalizado en aumentar su mala fama: se ha escrito la prisión infernal y la región sumergida en noche perpetua, en la cual
... el fiero guardián del Infierno,
echado en su antro sobre un montón de huesos medio roídos,
ladrando sin cesar, aterroriza las sombras exangües.
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Aunque llegues a la persuasión de que todo ello son fábulas y que no encuentran los difuntos nada tan temible, nos asalta otro temor, pues el mismo miedo nos causa estar en el infierno como no estar en ninguna parte.
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Contra tantas prevenciones, que una larga persuasión ha hecho arraigar en nosotros, ¿cómo no sería cosa gloriosa, y una de las mayores proezas del alma humana, sufrir la muerte valerosamente? Y nunca el alma humana se elevará hacia la virtud si cree que la muerte es un mal; pero se elevará hacia ella si cree que es indiferente. No cabe en la Naturaleza que nadie se acerque con grandeza de espíritu a aquello que tiene por un mal; lo hará perezosamente y de mal talante. Y no puede llamarse glorioso lo que se hace de mala gana y volviendo la cabeza; la virtud no hace nada por fuerza.