Cartas a Lucilio

Carta 30: Cómo debemos esperar la muerte

30

Cómo debemos esperar la muerte. A propósito del ejemplo del historiador Aufidio Baso

1

He visto a Aufidio Baso, historiador varón excelente, maltratado por la vejez, luchando con ella. Pero tal carga es ya demasiado pesada para que el buen hombre pueda levantarse; encima de él se amontona la vejez con todo su enorme peso. Ya sabes que él siempre tuvo el cuerpo enfermizo y débil. Durante mucho tiempo supo mantenerlo y, para decirlo así, supo componerlo, hasta que de súbito se hundió.

2

Así como en una nave que hace agua se puede tapar la primera y la segunda vías, pero cuando revienta y cede por muchos lugares la embarcación se hunde sin socorro posible, asimismo en el cuerpo del hombre la flaqueza senil puede ser sostenida y apuntalada por algún tiempo. Pero cuando toda juntura se deshace, como en todo edificio ruinoso, y mientras se repara una cosa se descompone otra, es menester hallar una salida.

3

Pero nuestro Baso mantiene el espíritu gozoso. He aquí un don de la filosofía: mostrarse sonriente a la vista de la muerte, fuerte y alegre ante cualquier situación del cuerpo, sin mostrar desfallecimiento, aunque el cuerpo desfallezca. Quien es gran piloto navega aun con la vela rasgada, y aun desarbolado compone los restos de la nave para seguir la ruta. Esto es lo que vemos en nuestro Baso, que aguarda la muerte con tal valentía y serenidad como si se tratara de la de otro, que lo tendrías por indiferencia excesiva.

4

Gran cosa es ésta, Lucilio, y que exige largo aprendizaje: cuando llegue aquella hora inevitable, debemos retirarnos con alma serena. Otros tipos de muerte presentan una mezcla de esperanza: la enfermedad cesa, el incendio se apaga, el hundimiento deja simplemente en tierra aquellas cosas que parecía que iba a aplastar; el mar, con la misma fuerza que los engullía, nos trajo sin daño a los que había arrastrado; el soldado retira la espada del cuello del que iba a degollar; pero el que es conducido a la muerte por la vejez no abriga esperanza alguna. Sólo para éste queda cerrada toda intercesión. Es la manera más dulce de morir, pero también la más larga.

5

Nuestro Baso me daba la impresión de que él mismo se enterraba, y se hacía los funerales, y aguantaba sabiamente su añoranza. Pues nos anda diciendo muchas cosas de la muerte y se esfuerza sin cesar en persuadirnos de que, si este negocio implica algún temor o algún sufrimiento, es defecto del moribundo, no de la muerte, pues en ella no hay más molestia que después de ella.

6

Y que es tan insensato quien teme lo que no ha de padecer como el que teme lo que no ha de sentir. ¿Existe por ventura alguien que imagine que vaya a sucedernos algo cuando ya no sentiremos nada? «De tal manera —nos dice— anda la muerte exenta de todo mal, que aparece libre aun de todo temor de mal.»

7

Bastante oí que estas cosas se han dicho muchas veces, y que seguirán diciéndose por mucho tiempo todavía, pero nunca me hicieron tanto provecho, ni cuando las leía ni cuando las oía a otros, gente que negaba que fuesen temibles cuando aún las veían de lejos; pero este hombre ha ejercido sobre mí mayor autoridad por cuanto me hablaba desde la proximidad de la muerte.

8

Pues yo te diré lo que pienso: creo más valeroso al que se halla próximo a la muerte. Porque la muerte ya presente, hasta al rústico presta una especie de valor para no intentar evitar lo inevitable. Así, el gladiador más atemorizado durante la lucha presenta el cuello al adversario y dirige la espada que torpemente no acierta. Pero cuando la muerte se nos va acercando y ciertamente tiene que llegar, exige una firmeza tenaz, cosa mucho más rara y que sólo puede pedirse del sabio.

9

Yo le escuchaba de buen grado, pues, como exponía sus opiniones sobre la muerte, juzgaba cuál debía ser la naturaleza de aquél, un hombre que había visto la muerte tan cercana. Me imagino que ante ti tendría más crédito y más peso uno que volviese a la vida y contase cómo la muerte no le había producido ningún dolor; pero qué perturbación ocasiona la proximidad de la muerte te lo podrán decir mejor que nadie aquellos que se encontraron delante de ella, que la vieron venir y la acogieron.

10

Entre éstos puedes contar a Baso, el cual no quiso que anduviéramos engañados; él nos dijo que es tan necio temer la muerte como temer la vejez, pues así como la vejez sigue a la juventud, la muerte sigue a la vejez: quien no quiere morir no quiere vivir. Ya que la vida nos ha sido dada bajo la condición de la muerte y a la muerte nos conduce. Temerla es propio de un demente, porque las cosas ciertas se esperan, las dudosas se temen.

11

La muerte es una necesidad igual e ineludible para todos; ¿quién puede quejarse de encontrarse bajo una condición que alcanza a todo el mundo? El elemento principal de la equidad es la igual; pero es trabajar en vano tomar la defensa de la Naturaleza, la cual no quiso que nuestra ley fuese distinta de la suya: todo lo que la Naturaleza compone, lo descompone luego, y todo lo que descompone, lo vuelve a componer.

12

El hombre que ha sido lo bastante afortunado para verse despedido suavemente por la vejez, en lugar de arrancado de súbito a la vida; el hombre que ha podido retirarse de la vida paso a paso, ¿no es cierto que ha de dar gracias a todos los dioses de haber llegado bien rico de días a aquel reposo necesario a todos, agradable para el fatigado? Encontrarás hombres que desean la muerte más de lo que suele anhelarse la vida. No sabríamos decir si nos infunden más valor los que reclaman la muerte o los que la esperan sosegados y sonrientes, ya que aquéllos obran a menudo en un transporte de furia o en una indignación súbita, y éstos con la calma de un seguro buen juicio. Hay quien va a la muerte airado, pero sólo la recibe con una sonrisa aquel que se ha preparado largo tiempo para semejante trance.

13

Reconozco, pues, que he visitado con harta frecuencia a este hombre que me es tan caro, y que lo he hecho por más de un motivo; quería saber si lo encontraría siempre igual, si con sus fuerzas físicas no decaería su vigor de espíritu, el cual empero crecía del mismo modo como se acrecienta la alegría del corredor cuando se acerca al séptimo estado y a la palma.

14

Él decía, obediente a los preceptos de Epicuro, que aguardaba, en primer lugar, que el postrer suspiro no tuviese nada de doloroso, y que, si en la muerte alguna cosa hubiera que lo fuese, traería consuelo en su misma brevedad, pues no hay ningún gran dolor que sea de larga duración. Por otra parte, que también le consolaría en aquella separación del alma y del cuerpo, ni aunque fuese dolorosa, el pensamiento de que después de ella todo dolor sería imposible. Él tenía por cierto que el alma del anciano se halla ya a flor de labios, y que sin gran violencia se separaría del cuerpo. «El fuego, cuando ha prendido en materia apta para alimentarlo, tiene que ser extinguido con agua, y aun con el hundimiento del lugar donde arde; pero cuando le falta materia que lo alimente, se apaga por sí solo.»

15

De buen grado escucho, querido Lucilio, estas cosas, porque me ponen delante de un hecho presente. ¿Pues, qué? ¿Por ventura no has visto a muchos quitarse la vida? Ciertamente los he visto, pero merecen más respeto a mis ojos los que van a la muerte sin odio a la vida, que aceptan la muerte sin buscarla.

16

Sea como fuere, él decía que es culpa nuestra si experimentamos aquel tormento, porque temblamos cuando vemos la muerte cerca de nosotros; porque ¿de quién no se halla ella cerca, ella que en todo lugar y en todo momento está preparada? «Consideramos empero —decía él—, cuando parece avecinarse alguna causa de muerte, que otras pueden estar más cerca y no ser temidas.» Uno estaba amenazado de muerte por un enemigo, pero una indigestión tomó la delantera.

17

Si queremos distinguir las causas de nuestro temor, veremos que unas son reales, y otras, aparentes. No es la muerte lo que tememos, sino el pensamiento de la muerte, pues de ésta siempre estamos a igual distancia. Así pues, si la muerte debiera ser temida, precisaría temerla siempre, porque ¿qué tiempo está exento de su peligro?

18

Pero ya es cuestión de temer que estas largas cartas no te lleguen a ser tan odiosas como la misma muerte. Pongámosles fin, pero si tú no quieres temer nunca a la muerte, piensa siempre en ella.

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