Cartas a Lucilio

Carta 63: Moderación en el duelo por el amigo muerto

63

Moderación en el duelo por el amigo muerto. El duelo exagerado tiene su vanidad

1

Me duele mucho que se haya muerto Flaco, tu amigo, pero aún me disgusta más que a ti te duela más de lo que es de razón. Apenas me atrevo a exigirte que no te duela, a pesar de estar convencido de que sería lo mejor; pero ¿a quién corresponderá esta firmeza de espíritu sino al que ya está muy elevado por encima de la fortuna? También éste sentirá el pellizco de esa pena, pero sólo el pellizco. Pero a nosotros, cuando rompemos a llorar, se nos pueden perdonar estas lágrimas si no han corrido en exceso, si nos hemos esforzado en reprimirlas. Ante la muerte de un amigo nuestros ojos no tienen que permanecer secos, pero tampoco tienen que deshacerse en lágrimas: no han de llorar, sino lagrimear.

2

¿Te parece que te impongo una ley dura, cuando el máximo poeta griego concede el derecho de llorar, pero sólo durante un día, cuando dice que hasta la propia Níobe pensó en tomar alimento? ¿De dónde vienen, me preguntas, las lamentaciones, de dónde los lloros inmoderados? Es que tomamos las lágrimas por muestras de duelo, y al llorar no obedecemos al dolor, sino que lo ponemos de manifiesto. Nadie está triste por motivos propios. ¡Oh infeliz estulticia! Existe una vanidad del dolor.

3

«Pues, ¿qué? —me dices—, ¿debo olvidar al amigo?» Breve es el recuerdo que le prometes si tiene que durar lo que tu dolor. Pronto cualquier azar transmudará en sonriente tu triste faz. No lo aplazo para un tiempo largo, que endulza toda añoranza y calma el duelo más acerbo. Tan pronto como dejarás de observarte, desaparecerá este aspecto de la tristeza; ahora tú mismo eres el guardián de tu dolor, pero también cae para aquel que lo guarda, y cuanto más vivo es este dolor, más pronto termina.

4

Procuremos que el recuerdo de los que hemos perdido nos sea agradable. Nadie vuelve de buen grado a aquellas cosas en las cuales no puede pensar sin sentirse dolorido; en verdad, no puede dejar de ser que el nombre de los difuntos que amamos nos sea recordado sin que veamos nuestro corazón transido, pero aun esta emoción tiene su deleite.

5

«Porque —como solía decir nuestro Atalo— la memoria de nuestros amigos difuntos es como algunas manzanas que tienen una suave aspereza, como el vino muy viejo en el cual encontramos un amargor delectable; pero cuando ha transcurrido una temporada, todo lo que nos angustiaba se extingue y sólo recibimos la pura delectación.»

6

Si debemos creerle, «pensar en los amigos vivientes es miel sobre hojuelas»; pero el recuerdo de los que fueron procura una satisfacción un poco acerba. Y ¿quién negaría que estas cosas agrias, que muestran cierta aspereza, estimulan el vientre?

7

Yo no pienso igual, porque a mí el pensamiento de los amigos difuntos me resulta dulce y suave, ya que los tuve cerca de mí como quien tiene que perderlos, y luego los he tenido perdidos, como si aún los tuviese. Procura, pues, querido Lucilio, como corresponde a tu ecuanimidad, no seguir interpretando injustamente el beneficio de la fortuna: si te lo ha quitado, primero te lo había dado.

8-9

Por estas razones es menester que nos apresuremos a gozar de nuestros amigos, ya que es cosa incierta cuánto tiempo durará semejante suerte. Pensemos cuántas veces les habíamos abandonado para emprender un largo viaje, con cuánta frecuencia, incluso viviendo en el mismo lugar, dejábamos de verles, y comprenderemos que, con los amigos en vida, en realidad perdimos la mayor parte del tiempo. ¿Puedes soportar a aquellos hombres que, habiendo tratado a los amigos con el mayor desdén, luego los lloran desesperadamente, que no aman a nadie que no lo hayan perdido? Por esta razón vierten en tales momentos una inundación de lamentos, porque temen que dudemos los demás del afecto que habían tenido al desaparecido: son pruebas tardías de su afecto las que tratan de aportar.

10

Si nos quedan otros amigos, les hacemos injuria, les mostramos poca estima, ya que en tan poco pueden consolarnos de la muerte de uno; si no tenemos ningún otro, hacemos a nosotros mismos una injuria mayor que la que hemos recibido de la fortuna, pues ella nos ha quitado un amigo y nosotros tantos como no hemos sabido ganar.

11

Por otra parte, no quiso en exceso a un amigo quien no pudo amar más que a uno solo. ¿No te parecerá gran estulticia que un hombre expoliado, habiendo perdido su túnica, la única que tenía, prefiriese lamentarse a buscar manera de guardarse del frío y encontrar otra pieza con que abrigarse las espaldas? Has enterrado aquel a quien querías: busca otro a quien puedas querer. Vale más reemplazar un amigo que llorarlo.

12

Sé que lo que voy a decir ahora es sobradamente conocido, pero no porque esté en boca de todos quiero omitirlo: quien no pone fin al duelo con su voluntad, lo pondrá con el tiempo. Y es cosa vergonzosa para el hombre de buen juicio que el remedio de la tristeza sea su propio cansancio; prefiero que dejes al dolor y no que él te abandone; cesa lo más pronto que puedas de hacer aquello que, aunque no quieras, no podrás hacer mucho tiempo.

13

Nuestros mayores establecieron un año de lloro para las mujeres, no para que estuviesen llorando todo aquel tiempo, sino para que no llorasen más. Para los varones, empero, no existe ningún tiempo señalado por la ley, ya que ninguna época de lloro sería decorosa. ¿Cuál podrías citarme de aquellas mujeres que apenas pudieron ser separadas de la pira funeraria, que apenas pudieron ser desasidas del cadáver, a quien las lágrimas durasen un mes entero? Nada se torna tan pronto repulsivo como el dolor que, muy reciente aún, se busca consuelo y se rodea de amistades; inveterado, al contrario, produce risa, y no sin motivo, pues, o es fingido, o es torpe.

14

Y te escribo esto, yo que lloré tan inmoderadamente a mi carísimo Anneo Sereno, yo que, y en manera alguna, habría querido hacerlo, soy un ejemplo de los vencidos por el dolor. Hoy, empero, condeno mi conducta y comprendo que la principal causa de haberlo llorado de aquella suerte fue que nunca había pensado que pudiese morir antes que yo. Yo sólo pensaba que era más joven que yo, y mucho más, como si el hado siguiese orden alguno.

15

Meditemos, pues, asiduamente tanto nuestra mortalidad como la de todos aquellos que queremos. Yo hubiese tenido que decir entonces: «Mi Sereno es más joven que yo; y esto ¿qué importa? Tendría que morir después que yo, pero puede morir antes». Por no haberlo hecho me encontré desprevenido ante el súbito golpe de la fortuna. Ahora pienso que todo es mortal y sin ley fija; puede acontecer hoy lo que puede acontecer cualquier día.

16

Pensemos, pues, carísimo Lucilio, que pronto llegaremos allí donde nos lamentamos que él haya llegado. Y tal vez, si es verdadera la opinión divulgada por los sabios, existe un lugar que nos acoge, y el que pensamos muerto no ha hecho más que pasarnos delante.

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