Carta 49: Aprovechemos la breve duración de la vida
49
Aprovechemos la breve duración de la vida. Acontece con frecuencia que haya vivido poco quien ha existido largo tiempo
1
Sin duda, querido Lucilio, es hombre indiferente y olvidadizo aquel a quien precisa la visión de ciertos países para hacerle revivir el recuerdo de un amigo; y, con todo, los lugares que frecuentamos con él despiertan la añoranza adormecida en nuestro corazón y no permiten que se extinga su memoria, antes bien, la despiertan si duerme, de igual manera como el duelo por un difunto, algo amortiguado por el tiempo, se renueva por la visión de su esclavo favorito, de su vestido o de su casa. He aquí cómo, de manera casi increíble, la Campania, y sobre todo Nápoles y la vista de tu Pompeya, me han renovado las añoranzas de ti: te tengo por entero delante de los ojos. Es como si me encontrara de nuevo en nuestra despedida: te veo inundado de lágrimas, impotente para reprimir tu emoción, que brota por mucho que te esfuerces en reprimirla.
2
Parece como si te acabara de perder en aquel mismo instante; pero ¿qué cosa no parece recién acaecida cuando la recordamos? Parece cosa de hoy que me encuentre de niño sentado en la escuela del filósofo Sotión; cosa de hoy que comience a llevar pleitos; cosa de hoy que desista de esta ocupación; cosa de hoy que en realidad ya no pueda aplicarme a esos menesteres. Infinita es la velocidad del tiempo, más visible a los que dirigen la mirada hacia atrás. Porque él engaña a los que atienden sólo al presente, tan leve es el paso de su precipitada fuga.
3
¿Me pides la causa? Todo el tiempo pasado se encuentra en un mismo lugar; todo él se ha precipitado en las mismas honduras. Y, por otra parte, no podrían existir extensos intervalos en una cosa que es brevísima. Lo que vivimos es un punto, y aún menos que un punto, y por añadidura, esta cosa tan pequeña, para mayor engaño, la Naturaleza la ha dividido a fin de darle la apariencia de un prolongado espacio de tiempo; de una porción ha hecho la infancia, de otra la mocedad, de otra la adolescencia, de otra un cierto descenso de la adolescencia a la vejez, de otra la propia vejez. ¡En una cosa tan breve cuántos peldaños ha puesto!
4
No hace mucho que te despedía, y con todo, este poco es una parte de nuestra vida, cuya brevedad tiene que conducirla algún día a su total acabamiento. No me solía parecer tan veloz el tiempo, y ahora me resulta de una rapidez increíble, sea porque siento acercarse el término, sea porque he comenzado a darme cuenta de mis pérdidas y a contarlas.
5
Por esto me indigno mucho más que algunos empleen en cosas superfluas la mayor parte de este tiempo, que ni aun ahorrado con gran tiento podría bastar para las cosas necesarias. Dice Cicerón que ni que le duplicasen la vida tendría tiempo de leer los poetas líricos, y puedes poner en la misma cuenta los dialécticos, la ignorancia de los cuales es más ardua. Aquéllos dicen futilidades adrede; éstos piensan que están haciendo alguna cosa.
6
No niego que se les haya de mirar, saludándoles de paso, con el único objeto de no ser engañados, creyendo que contienen algún tesoro grande y secreto. ¿Por qué te torturas y te fatigas en un problema donde hay más astucia a despreciar que cuestión a resolver? Buscar menudencias es propio de quien anda seguro y viaja cómodamente; pero cuando el enemigo muerde nuestros calcañares y el soldado tiene orden de avanzar, la necesidad sacude de encima nuestro todo cuanto en nosotros había dejado una tranquilidad ociosa.
No me sobra tiempo para andar a la busca de palabras de doble sentido y de poner a prueba en ellas mi sutilidad.
Mira cómo se juntan los pueblos, cómo encerrados
en sus murallas afilan el hierro en las puertas.
7
Como cantó nuestro Virgilio, es con grandeza de alma como debo escuchar este estrépito bélico en derredor mío.
8
Con razón me tendrían por loco si, mientras ancianos y mujeres fuesen amontonando sillares para fortificar los muros, y la juventud en armas tras las puertas estuviese aguardando, o reclamase la señal de partida, mientras los dardos hostiles zumbasen en las puertas, y hasta el propio suelo retemblase, mientras la gente excavaba minas y pasadizos subterráneos, yo siguiese ocioso y planteara tan mínimos problemas. «Todo lo que no has perdido lo tienes; no has perdido los cuernos, por lo tanto, tienes cuernos.» Y otras agudezas combinadas, como en delirio, de manera semejante.
9
No debo, pues, parecerte ahora menos loco si aplico mi trabajo a cosas de ese tenor: pues yo también estoy sitiado. Mientras en aquel otro caso los dardos me amenazarían desde fuera y una muralla me separaría del enemigo, ahora los dardos mortíferos parten de mí mismo. No me sobra tiempo para estas inepcias, ya que llevo un grave asunto entre manos. ¿Qué haré? La muerte me sigue, la vida me huye.
10
Enséñame algo contra estos males. Haz que yo no huya de la muerte y que la vida no se me escape. Procúrame exhortaciones contra los males inevitables, ármame de igualdad de espíritu contra los males inevitables; ensancha las angosturas de mi tiempo. Enséñame que el bien de la vida no radica en su extensión, sino en su uso, y que harto puede acontecer, y muchas veces acontece, que el que ha vivido mucho haya vivido poco. Dime cuando me acuesto: «Puede ser que no despiertes». Adviérteme al despertar: «Puede ser que no duermas más». Dime cuando salgo: «Tal vez no volverás». Dime cuando regreso: «Tal vez no volverás a salir».
11
Andas errado si crees que sólo cuando navegamos estamos próximos a la muerte; en todas partes es muy escasa la distancia. No en todas partes se nos muestra la muerte igualmente vecina, pero en todas partes es igualmente vecina. Disipa estas tinieblas y me enseñarás más fácilmente las lecciones para las cuales estoy preparado. La Naturaleza nos ha hecho capaces de aprender dándonos una razón imperfecta, pero perfectible.
12
Delibera conmigo sobre la justicia, la piedad, la frugalidad, la castidad, tanto la que se abstiene del cuerpo de otro como la que tiene en cuenta el propio. Si no quieres conducirme por rodeos, llegaré más fácilmente adonde me dirijo. Pues, como dice aquel el célebre Eurípedes: «la palabra de la verdad es simple»; y por ello es menester no complicarla, porque nada conviene menos a los espíritus de grandes aspiraciones que semejante forma de artera astucia.