Carta 71: Lo honesto es el bien supremo
71
Lo honesto es el bien supremo. Ningún viento es favorable a quien ignora a qué puerto se dirige
1
A menudo me consultas cosas minuciosas, olvidando que nos separa la vastedad del mar. Siendo lo mejor de un consejo su oportunidad en el tiempo, por fuerza tiene que suceder que mi parecer sobre ciertas cosas te llegue cuando ya sería mejor lo contrario, ya que los consejos se adaptan a las cosas y nuestras cosas se nos van de continuo, o, mejor dicho, nos huyen rodando; por esta razón el consejo tiene que ser dado al día. Y aun dado al día llega retrasado, es menester que se procure, como suele decirse, de mano a mano. Cómo debe ser obtenido es lo que quiero mostrarte ahora.
2
Siempre que quieras saber qué es menester evitar y que es menester desear, posa tu mirada en el bien supremo como finalidad de toda tu existencia. Con este bien supremo es menester que concuerde todo lo que hagamos, pues no podrá ordenar ninguna de sus obras más que aquel que ha señalado un fin último a su vida. Ningún pintor, por más que tenga los colores a punto, logrará obtener un retrato si no tiene bien fijado lo que pretende pintar. En esto pecamos, en que deliberamos sobre las diferentes partes de la vida y nadie lo hace sobre toda ella.
3
Quien pretenda disparar una saeta tiene que saber en dónde se propone hacer blanco; entonces podrá apuntar y dirigir el tiro: nuestras decisiones fallan porque no sabemos a dónde apuntamos. A quien no sabe hacia qué puerto se encamina, ningún viento le será bastante propicio. No puede sino influir mucho el azar en nuestra vida, ya que vivimos al azar.
4
Acontece a algunos que ignoran que saben ciertas cosas; pues tal como a menudo andamos buscando personas que están con nosotros, así ignoramos a menudo que el bien supremo está muy cercano. No te precisan muchas palabras, ni un extenso rodeo, para aclarar cuál es: con el dedo puedes señalarlo sin que precises fragmentarlo en divisiones. ¿Qué se saca de dividirlo en partes cuando podemos decir: «El bien supremo es la honradez», y añadir, lo que aún te admirará más: «El único bien es la honradez, las otras cosas son bienes falsos y espurios»?
7
Sócrates, que redujo la filosofía al gobierno de las costumbres y definió que la sabiduría suprema es distinguir los bienes de los males, dice: «Si tengo alguna autoridad sobre ti, sigue a esos varones a fin de que seas feliz, y deja que alguien te tenga por estulto. Que te insulten y te injurien cuantos quieran, pero tú no sufrirás por ello si verdaderamente posees la virtud. Si quieres ser feliz, si quieres ser bueno de veras, pasa por el trance de verte menospreciado por algunos». Solamente será capaz de ello aquel que primero haya menospreciado toda cosa, aquel que haya señalado el mismo precio para todos los bienes, ya que no existe bien sin honradez y la honradez es igual en todos los bienes.
11
«Pero fue vencido.» Cuéntalo entre las negativas recibidas por Catón, el cual sufrió con igual grandeza de espíritu tanto que le estorbaran alcanzar la victoria como la pretura. El día en que fue rechazado lo pasó jugando; la noche en que había de morir la pasó leyendo; igual valor concedió a la pérdida de la pretura que a la de la vida, por cuanto se hallaba resignado a sufrir todos los males que le sobrevinieran.
12
¿Por qué no había de soportar con fortaleza y constancia de espíritu la caída de la República? ¿Qué cosa existe exenta del peligro de caer? Ni la tierra ni el cielo, ni este entrecruzamiento universal de todas las cosas, a pesar de estar todo ello movido bajo la acción de Dios, conservará siempre el orden actual, pues vendrá un día que este curso será quebrado.
13
Todo camina según su propio tiempo: todo tiene que nacer, crecer y morir. Todo aquello que ves correr por encima nuestro, y aquello otro que por su gran solidez nos sirve de soporte, sobre lo cual estamos asentados, camina hacia la destrucción y el dejar de ser: no hay nada que no conozca su decadencia. Con distintos intervalos la Naturaleza lo conducirá al mismo destino: todo aquello que es dejará de ser, no parando en la nada, sino disolviéndose.
14
A nuestro parecer disolverse y no ser es lo mismo; ya sólo miramos cerca de nosotros; el alma obtusa y afectada al cuerpo no mira el más allá, pues de otro modo sufriría con mayor fortaleza el fin propio y de los suyos, aguardando que, como todas las cosas del Universo, también la vida y la muerte alternasen, que los compuestos se disolvieran, los elementos se volviesen a combinar, a cuya tarea se aplica la sabiduría de Dios que gobierna todas las cosas.
15
Y así diría con M. Catón, recorriendo los siglos con el pensamiento: «Todo el linaje humano, el que es ahora y el que será, queda condenado a muerte; todas las ciudades que en cualquier país han obtenido el imperio, como las que han sido ornamento de imperios extranjeros, vendrá un día en que será preguntado dónde estaban, pues todas habrán caído borradas por diferentes suertes de catástrofes: unas por la guerra, otras por la desidia y la paz indicada a la pereza, otras por el azote de las grandes prosperidades que es el lujo. Todos estos campos tan fértiles serán soterrados por una súbita inundación marina, o desaparecerán en una fosa formada por un hundimiento del suelo. ¿Por qué tendría que indignarme o dolerme si no hago más que adelantarme en unos breves momentos a la catástrofe universal?».
32
Muy pronto se puede dar esta enseñanza y en poquísimas palabras: el único bien es la virtud, sin ella no existe ningún otro, y reside en la mejor parte de nosotros, en la parte racional. ¿Qué es esta virtud? Un juicio verdadero e inmutable: de él partirá todo impulso del alma, él nos hará ver al desnudo las apariencias que mueven las pasiones.
33
Corresponde a este juicio reputar bienes, y bienes iguales entre sí, todas las cosas que habrán recibido la influencia de la virtud. Veamos ahora: los bienes corporales son, sin duda, bienes para el cuerpo, pero no lo son desde todos los puntos de vista. Ellos pueden poseer, ciertamente, algún precio, pero, por otra parte, carecer de dignidad; existiendo entre ellos grandes distancias, unos serán mayores, otros menores.
34
Incluso a los que vamos a la zaga de la sabiduría nos es forzoso confesar que existen grandes diferencias: uno ha avanzado tanto que ya se atreve a levantar los ojos contra la fortuna, pero no de manera sostenida, ya que sus ojos desfallecen cegados por el resplandor de aquélla; otro, empero, puede haber llegado tan allá, que le es posible contemplar la fortuna cara a cara, ya que ha alcanzado la cima y se siente lleno de confianza.
35
Las cosas imperfectas forzosamente tienen que vacilar: ora avanzan, ora resbalan y caen. Y ciertamente resbalarán si no perseveran en caminar y esforzarse; si aflojan un poco el deseo y la aplicación fiel, volverán hacia atrás. Nadie vuelve a encontrar sus progresos donde los había abandonado.
36
Tengamos, pues, constancia y perseverancia; nos quedan aún más enemigos de los que hemos vencido, pero ya es una buena parte del progreso querer progresar. En mí mismo tengo conciencia de ello: quiero, y quiero con toda el alma. También veo que eres arrastrado a alcanzar la más grande de las bellezas. Apresurémonos: entonces será, por fin, la vida un beneficio; de otra manera no es más que un pasatiempo, y un pasatiempo vergonzoso en el que no hacemos más que aplicarnos a cosas ignominiosas. Hagamos de manera que todo el tiempo sea nuestro, y ciertamente no lo será si no comenzamos por serlo nosotros mismos.
37
¿Cuándo tendremos la dicha de menospreciar la buena y la mala fortuna, de reprimir las pasiones, y teniéndolas sujetas a nuestro arbitrio podamos hacer oír aquella exclamación: «¡He vencido!». ¿Me preguntas a quién he vencido? No a los persas, ni a los medas más remotos, ni a ninguna de aquellas gentes belicosas que moran más allá de los dahes,6 sino a la avaricia, a la ambición, al miedo de morir, que han vencido a los mismos vencedores de las naciones.