Cartas a Lucilio

Carta 11: La sabiduría no corrige nuestros defectos naturales

11

La sabiduría no corrige nuestros defectos naturales. Hemos de escoger un modelo de hombre virtuoso

1

He conversado con tu amigo: es de natural excelente. A las primeras palabras se me hizo manifiesto su coraje, su talento, sus progresos. Me dio por adelantado indicio de que no iba a desmerecer, ya que hablaba muy poco preparado, antes bien, por sorpresa. En su recogimiento apenas si lograba deshacerse de su timidez; buena señal en un adolescente, tan profundamente lleva infiltrado el pudor. Esta costumbre, según puedo conjeturar, permanecerá en él incluso cuando se haya robustecido y liberado de todos sus defectos; no la perderá ni cuando haya llegado a la sabiduría. Ya que ninguna sabiduría puede borrar nuestras imperfecciones naturales; lo que aparece inscrito en nosotros congénitamente, el arte puede suavizarlo, pero no extirparlo.

2

Algunos, y aun entre los más firmes, no pueden comparecer ante el pueblo sin sudar, tal como suele acontecer a los que están fatigados y a los acalorados; a otros, al punto que toman la palabra les tiemblan las rodillas; a otros les castañetean los dientes, se les traba la lengua, no pueden abrir los labios. De estas cosas no pueden protegernos ni las lecciones ni la práctica, pues la naturaleza nos revela en ello su imperio; se hacen manifiestas hasta en los de ánimo más resuelto.

3

Entre ellas debemos contar también el rubor, que se difunde por el rostro aun de los más venerables varones. Es cierto que resulta más perceptible en los jóvenes, que poseen más calor natural y más delicado el rostro; pero tampoco deja de afectar a los más ejercitados y a los más viejos. Algunos de ellos nunca son tan temibles como cuando se ruborizan, como si con ello se hubiesen librado de toda vergüenza.

4

Sila, cuando la sangre le subía a la cabeza, era cuando se mostraba más violento. Nadie ha sido, en este sentido, más impresionable que Pompeyo, que nunca pudo verse ante varios sin ruborizarse, especialmente ante una asamblea. Recuerdo que Fabiano, introducido en el Senado como testimonio, se ruborizó y este rubor le sentaba admirablemente.

5

Ello no se deriva de la timidez del carácter, sino de la novedad de la cosa, que a los que no están acostumbrados, cuando no los hace vacilar, los conmueve si son inclinados a ello por complexión natural, pues mientras unos tienen la sangre calmosa, otros la tienen excitable y movediza en forma que fácilmente afluye al rostro.

6

Esto, tal como dije, ninguna sabiduría lo podrá eliminar; ya que, por otra parte, si le fuese dable desarraigar todos los defectos, poseería un verdadero imperio sobre la Naturaleza. Todo aquello que nos procura la ley del nacimiento o el temperamento del cuerpo no nos abandonará por más que el alma trate por largo tiempo y con toda energía de desasirse de ello. No hay ninguna de estas cosas que pueda evitarse, ni tampoco que pueda provocarse.

7

Los actores escénicos, que imitan las pasiones, que expresan el miedo y el temblor, que representan la tristeza, para simular la vergüenza acuden al procedimiento de bajar el rostro, hablar en voz baja, fijar los ojos deprimidos en tierra. Pero no pueden hacer que nazca el rubor, ya que ni se evita ni se provoca. Contra este hecho no promete nada la sabiduría, ni puede aprovecharnos; son cosas que se gobiernan solas; vienen sin orden nuestra, y sin orden nuestra se van.

8

Pero esta carta pide ya acabamiento. Acepta una sentencia útil y saludable que querría que quedase grabada en tu espíritu: «Es menester escoger y tener siempre ante nuestros ojos a algún hombre virtuoso, a fin de vivir como si nos viese y de obrar como si nos contemplase».

9

Esta frase, querido Lucilio, es un precepto de Epicuro, quien nos impone un vigilante y un maestro; y no sin razón, ya que una gran parte de los pecados se evitarían si los pecadores tuviesen testigos. Posea nuestra alma alguien a quien ésta venere y que logre purificar incluso nuestra propia vida íntima. ¡Oh cuán feliz aquel que hace volver mejor, no sólo con su presencia, sino hasta con su solo recuerdo! ¡Cuán venturoso el que tiene alguien a quien venerar, de tal suerte que el solo recuerdo de éste pueda ordenar y componer el alma de aquél! Quien pueda venerar de tal suerte, pronto él mismo será venerable.

10

Escoge a Catón; si te parece demasiado rígido escoge a Lilio, varón de espíritu benigno. Escoge aquel que más te haya agradado por su vida, por su palabra y aun por el rostro en que se revelaba su espíritu: propóntelo en todo instante como custodio y ejemplo. Nos precisa un modelo al cual puedan mostrarse conforme nuestras costumbres; sin una regla, no enderezarás las cosas torcidas.

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