Cartas a Lucilio

Carta 66: Las virtudes y los bienes son iguales en distintas circunstancias

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Las virtudes y los bienes son iguales en distintas circunstancias

1

He visto a mi condiscípulo Clarano después de muchos años; supongo que no aguardas que te diga que lo he encontrado viejo, pero, por Hércules, sí fresco y vigoroso de espíritu, luchando con su débil cuerpo. Ya que la Naturaleza se comporta injustamente colocando en mal lugar un alma semejante, o tal vez ha querido mostrarnos que un espíritu fuerte y vigoroso en extremo puede esconderse bajo cualquier carnadura. Él vence, empero, todos los obstáculos, y por el menosprecio de sí mismo ha llegado al menosprecio de las otras cosas.

2

A mi juicio anduvo errado aquel que dijo: «tiene más encanto la virtud cuando viene de un cuerpo bello». Pues la virtud no precisa de ningún embellecimiento; ella es el decoro de sí misma; ella presta al cuerpo prestigio de cosa sagrada. Sea como fuere, he comenzado a ver a nuestro Clarano con otros ojos; me parece ahora de bello aspecto y tan erguido de cuerpo como de espíritu.

3

De una choza puede salir un varón egregio, y de un cuerpo deforme y mísero, un alma grande y bella. Tengo por cierto que la Naturaleza engendra estas deformidades a fin de demostrarnos que la virtud puede estar en cualquier lugar. Si pudiese crear almas desnudas, lo haría; pero ahora ha hecho más aún: ha creado algunas aprisionadas en semejantes cuerpos que, a pesar de todo, logran romper sus ataduras.

4

Clarano me parece nacido para servir de ejemplo, para que lleguemos a saber que la deformidad del cuerpo no afea el alma, sino que es el alma la que se adorna con la belleza del cuerpo. Por más que hemos estado juntos muy pocos días, a pesar de todo hemos sostenido numerosas conversaciones que yo iré poniendo por escrito para enviártelas.

5

El primer día tratamos de cómo pueden ser iguales todos los bienes cuando de ellos existen tres clases. Algunos nos parecen bienes de primer orden, como la alegría, el placer, la salvación de la Patria; otros, de segundo, nacidos en circunstancias desventuradas, como la paciencia en los tormentos y el dominio propio en una enfermedad grave; los primeros, en casos de necesidad. Existe además un tercer orden de bienes, como un semblante pacífico y honesto, un aire adecuado a un varón sensato.

6

¿Cómo pueden ser iguales estas cosas si las unas son reconocidamente deseables, mientras las otras nos invitan a apartarlas de nosotros? Si queremos distinguir estos bienes precisa que volvamos al primero de todos para considerar en qué consiste: un alma que contempla la verdad, bien ilustrada sobre lo que tiene que ir buscando y lo que ha de evitar, que no aprecia las cosas según la opinión, antes según la Naturaleza, que penetra en todo el mundo y lleva su contemplación a todos los fenómenos, vigilando tanto sus pensamientos como sus actos, siempre igual en grandeza y energía, invicta tanto ante las asperezas como ante las blanduras, no sometida a ninguna suerte de fortuna, emergiendo por encima de los acontecimientos favorables o adversos, bellísima, ordenadísima, tanto en gracia como en fuerza, sana y nervuda, imperturbable, intrépida, que ninguna fuerza puede abatir, que ningún azar puede vencer ni llenar de altanería: esta alma es la misma virtud.

7

Ésta es su faz, si se mira con una sola mirada y se nos muestra en conjunto; pero en realidad posee muchos aspectos que se nos van desplegando según los diferentes estados y acciones de la vida, sin que por ello se torne más grande o más pequeña. Ya que el bien supremo no puede disminuir ni es posible que la virtud pueda retroceder, antes bien, se nos puede presentar unas veces bajo una cualidad, otras bajo otra, adaptándose al carácter de las cosas que es menester que realice.

8

Todo lo que le atañe, lo atrae y tiñe a semejanza suya: acciones, amistades; a veces embellece familias enteras en las cuales ha penetrado para poner orden. Todo aquello en que influye lo vuelve digno de admiración, de estimación, de respeto. Por esto su fuerza y su grandeza ya no pueden llegar más arriba, puesto que lo que es máximo no puede tener crecimiento: no encontrarás nada más recto que la rectitud, ni más verdadero que la verdad, ni más temperado que la templanza.

9

Toda virtud consiste en una moderación, que es una cierta medida; la constancia no puede avanzar más allá, como tampoco la confianza, la verdad y la lealtad. ¿Qué puede añadirse a lo perfecto? Nada absolutamente. Por otra parte, una cosa no es perfecta si se le puede añadir algo. Como asimismo a la virtud, si le podemos añadir algo, es que le faltaba. Tampoco lo que es honesto admite incremento alguno, pues si es honesto es por aquellas virtudes de que he hablado. ¿Y no crees también que lo bello, lo legítimo, lo justo, tienen la misma ley y quedan comprendidos dentro de límites fijos? Poder crecer es señal de cosa imperfecta.

10

Todo bien está sujeto a las mismas leyes: juntas van la utilidad privada y la pública, tan ciertamente, ¡por Hércules!, como que lo loable y lo deseable no pueden separarse. Las virtudes, pues, son todas iguales como los hombres que las poseen.

11

En cambio, las virtudes de las plantas y los animales, mortales como son, son frágiles, caducas e inciertas; suben y bajan, y por esto no son estimadas a igual precio. Una sola es, empero, la regla que se aplica a las virtudes humanas, una cosa es la simple y recta razón: no hay nada más divino que lo divino, ni hay nada más celeste que lo celeste.

12

Las cosas mortales se fortalecen y caen, se desgastan y crecen, se agostan y colman. Así es que, dentro de una suerte tan incierta, son desiguales, mientras las cosas divinas tienen un natural constante. Y la razón no es otra cosa que una parte del espíritu divino inmerso en el cuerpo del hombre. Y si la razón es divina, y sin razón no hay ningún bien, todo bien es divino. Pero entre las cosas divinas no existe ninguna diferencia, por lo tanto, tampoco la hay entre los bienes. Iguales son, pues, la alegría y la fuerte y constante paciencia en las tormentas, ya que en una y otra hay grandeza de espíritu; en la una, floja y desplegada; en la otra, luchadora y tensa.

13

¿Qué? ¿Es que tú no tienes por igual la virtud de quien ataca fuertemente a las fortalezas enemigas a la de aquel que resiste con gran paciencia el sitio? Grande es Escipión sitiando a Numancia, apretándola, obligando a aquellos invencibles a volver sus manos contra la propia vida; pero es grande también el alma de aquellos sitiados que saben que no hay nada cerrado para el hombre que tiene abierto el paso de la muerte y que acaba con el abrazo de la libertad. Asimismo, unas con otras, son iguales a todas las virtudes, la tranquilidad, la simplicidad, la ecuanimidad, por cuanto bajo todas ellas existe una sola virtud que mantiene el alma erguida e inflexible.

14

«Pues, ¿qué? ¿No hay diferencia entre la alegría y la infrangible paciencia del dolor?» Ninguna, en lo que se refiere a las virtudes en sí mismas; mucha en lo que se refiere a aquellas cosas en las que una y otra virtud se manifiestan. Pues en una existe una distensión y aflojamiento naturales; en la otra, un dolor contrario a la Naturaleza. Ello significa circunstancias que admiten un gran margen de variación: la virtud es igual en todas ellas.

15

La virtud no cambia según la materia sobre la cual se ejerce; ni la torna peor una materia dura y difícil ni mejor una alegre y sonriente; precisa, pues, que sea igual, ya que en ambas cosas lo que se hace se lleva a cabo con igual rectitud, con igual prudencia, con igual honradez; son, por lo tanto, dos estados igualmente buenos, más allá de los cuales ni uno puede comportarse mejor dentro de la alegría, ni el otro comportarse mejor en los tormentos; son, pues, dos cosas iguales que no permiten concebir nada mejor.

16

Porque si aquello que acierta a quedar fuera de la virtud puede hacerla aumentar o disminuir, lo honesto deja de ser el bien único. Y si concedes esto queda perdida toda virtud. ¿Por qué? Ya te lo diré: porque ninguna cosa honesta puede ser realizada de mal talante, por fuerza. Toda cosa honesta es voluntaria. Mezcla con ella la pereza, el rezongar, el andar remiso, el miedo, y habrá perdido lo que tiene de mejor, el contentamiento de sí misma. No puede ser honesto lo que no es libre, pues temor es servidumbre.

17

Toda virtud es segura y tranquila; si rechaza algo, si juzga alguna cosa como un daño, si deplora algo, ya la tienes perturbada y en un mar de confusiones. Pues por aquí la llama la apariencia del bien, por allá la asusta la sospecha del mal. Por tal razón, aquel que tiene que hacer honestamente alguna cosa, sea lo que fuere que contraste con ella ni que lo considere molesto, jamás debe considerarlo como un daño, antes, al contrario, es menester que lo quiera y que lo haga de buen grado. Todo acto virtuoso tiene que ser espontáneo y ajeno a cualquier coacción, sincero y sin ninguna mezcla de maldad.

18

Sé perfectamente lo que aquí se me puede responder: «¿Te esfuerzas en persuadirme que no hay ninguna diferencia entre encontrarse en la alegría o yacer en el potro fatigando al atormentador?». Yo podría responderte: el propio Epicuro dice que si el sabio es quemado en el buey de Falaris,5 exclamará: «Es dulce, y no me atañe en nada». ¿Por qué te maravillas si declaro que es igual el bien de quien siente alegría al del que permanece en pie entre los tormentos con gran fortaleza, siendo así que Epicuro dice que es dulce sentirse tostar, lo cual, no obstante, casi parece increíble?

19

Pero respondo que existe gran diferencia entre la alegría y el dolor; y si tuviese que escoger entre una de estas dos cosas tomaría la alegría y dejaría el dolor; puesto que aquélla es conforme a nuestra naturaleza, mientras éste le es contrario. Si los consideramos en esta forma es grande la distancia que los separa; pero cuando se trata de la virtud, ambas cosas son iguales; tanto vale la virtud que avanza entre alegrías como la que avanza entre tristezas.

20

Ya no tienen ninguna importancia el sufrimiento, el dolor o cualquier otra molestia, pues la virtud todo lo supera. Así como el resplandor del sol aplasta con su grandeza dolores, molestias, injurias, y dondequiera que brilla es extinguida toda luz que aparezca sin ella, las molestias que caen sobre ella no le hacen mayor efecto que una nube sobre el mar.

21

Para que compruebes que las cosas son así, mira cómo el hombre honesto corre sin vacilar hacia toda bella acción; ni que vea al verdugo, ni que esté presente el atormentador o el fuego, perseverará sin atender a lo que ha de sufrir, antes bien, a lo que ha de hacer, y se confiará a la virtud como a un varón honorable, estimándola como útil, segura y propicia. Igual estimación tendrá por una situación honorable, pero triste y difícil, que por un hombre honesto, pero pobre, expatriado y que padece.

22

Supón, por ejemplo, por un lado, un varón bueno y colmado de riquezas; por otro, un varón bueno, pero carente de todo, aunque lo tenga todo en él: uno y otro serán igualmente buenos, aunque no hayan tenido una fortuna igual. El mismo juicio, según hemos dicho ya, vale tanto para las cosas como para los hombres: tan loable es la virtud que reside en un cuerpo robusto y libre como en uno enfermo y prisionero.

23

Por tanto, no elogiarás más tu virtud si la fortuna le ha prestado tu cuerpo íntegro que si se lo ha prestado mutilado de algún miembro o doliente, pues otra cosa sería juzgar al señor por el vestido de los esclavos. Puesto que todas estas cosas en que el azar ejerce su dominio, el dinero, el cuerpo, los honores, son débiles, huidizas, caducas, de posesión insegura; las obras de la virtud, al contrario, son libres e invictas, y no tienen que ser más deseadas porque reciban buen trato de la fortuna, ni menos deseadas porque se vean oprimidas por alguna adversidad.

24

Lo que es la amistad entre los hombres, lo es entre las cosas el deseo. No creo que quisieras más al varón honesto y acaudalado que al pobre; ni al vigoroso y nervudo que al débil y de temperamento lánguido, y tampoco desearás más una cosa alegre y blanda que otra agitada y trabajosa.

25

Si lo hicieses así querrías más, al escoger entre dos hombres igualmente buenos, al más brillante y perfumado que al polvoriento y rústico; y de ello pasarías a querer más al hombre de cuerpo íntegro y sano que al lisiado y achacoso. Poco a poco tu desdén alcanzaría hasta el extremo de preferir entre dos hombres igualmente justos y prudentes el de cabello más bello y rizado. Donde la virtud es igual por ambas partes, no cuenta la desigualdad en las otras cosas, pues todas éstas no son partes esenciales, sino accesorias.

26

¿Existe alguien acaso que tenga una estima tan injusta de los suyos que quiera más a un hijo enfermo, o a uno esbelto y de elevada estatura, que a otro de figura baja o mediana? Las fieras no distinguen entre sus cachorros y se echan de manera que mamen todos lo mismo; las aves reparten por igual el cebo. Ulises se acerca a su Ítaca con el mismo deseo que Agamenón a las nobles murallas de Micenas, ya que nadie quiere a su patria por ser grande, sino por ser la suya.

27

¿A qué conduce esto? A hacerte ver que la virtud contempla con iguales ojos todas sus obras como a hijas suyas, y las quiere a todas por igual, con una predilección por las que sufren, pues asimismo el amor de los padres se inclina más a favor de aquellos hijos que les inspiran compasión. Así también la virtud no es que quiera más aquellas obras suyas que ve en turbación y angustia, pero, a guisa de buen padre, las acaricia y las colma con especial preferencia.

28

¿Por qué no puede existir un bien mejor que otro? Porque no hay nada más apto que lo apto ni nada más llano que lo llano. No puede decirse que una cosa sea más igual a otra que a sí misma: por lo tanto, tampoco puede haber nada más honesto que lo honesto.

29

Si, por consiguiente, son de igual naturaleza todas las virtudes, también son iguales los tres géneros de bienes. Y yo afirmo: requiere la misma virtud gobernarse en la alegría que gobernarse en el dolor. Aquella alegría no puede vencer esta firmeza de espíritu que logra devorar los quejidos en medio de la tortura; aquél es un bien deseable, éste es un bien admirable; iguales ambos, a pesar de todo, pues cuanto puedan tener de molestia desaparece bajo un bien mucho mayor.

30

Quien las cree desiguales aparta los ojos de las virtudes para considerar las causas externas. Los bienes verdaderos poseen el mismo peso y la misma extensión, los falsos tienen mucho de vacío. Por ello, ni que a la mirada muestren esplendor y grandeza, al ser reducidos a peso desfallecen.

31

Así es, querido Lucilio: todo aquello que la razón aprueba es consistente y durable, fortalece el espíritu y lo eleva a la altura donde morará para siempre; pero aquello que se alaba sin juicio y es bueno en la opinión del vulgo, se hincha en vanas alegrías. Por otra parte, aquello que es temido como un mal infiltra el miedo en los espíritus y los agita, de la misma manera como vemos que determina en los irracionales la apariencia del peligro.

32

Ambas cosas, pues, distienden y maltratan el espíritu sin motivo, pues ni aquélla es digna de alegría ni ésta de temor. Sólo la razón es inmutable y firme en su juicio, por cuanto no sirve a los sentidos, sino que los domina. La razón es igual a la razón, como la rectitud a la rectitud: así pues, la virtud también a la virtud, ya que ésta no es otra cosa que la recta razón. Todas las virtudes son racionales; son racionales si son rectas; si son rectas son todas iguales.

33

Tal como es la razón, tales son sus obras; todas, pues, son iguales, ya que, siendo semejantes a la razón, son también semejantes entre sí. Y digo semejantes entre sí en tanto que son honestas y rectas; por otra parte, presentarán grandes diferencias al variar la materia, la cual será, ya amplia, ya limitada, unas veces oscura, otras, brillante, unas veces perteneciente a muchos, otras, a pocos. Pero, en todos estos casos, lo que puede llamarse excelente es bien igual: la cualidad de honesto.

34

Así vemos que los buenos, por cuanto son buenos, son todos iguales; pero pueden presentar, por ejemplo, diferencia en lo que se refiere a la edad: uno es rico, otro es pobre; uno es influyente, poderoso, conocido en ciudades y pueblos; otro, oscuro, ignorado por la mayoría de los hombres. Pero, en lo que se refiere a lo que les hace buenos, todos son iguales.

35

Los sentidos no juzgan de bienes y males; ignoran lo que es útil y lo que es inútil. No pueden pronunciar sentencia alguna más que en presencia de objetos presentes. No son previsores del futuro ni recuerdan el pasado, y desconocen las consecuencias de los actos. Y de tal manera es de todo esto de lo que aparece tejido el orden y la trama de los acaecimientos y la unidad de la vida que ha de caminar rectamente. El árbitro de bienes y males es, por lo tanto, la razón; tiene por cosas viles todas las extrañas y externas a ella, y las que no son ni buenas ni malas son juzgadas por ella como añadidos pequeños y volanderos; pues todo su bien radica en el alma.

36

Por otra parte, existen algunos bienes que ella juzga primarios y que intenta alcanzar con pleno conocimiento, tal como los buenos hijos se proponen alcanzar la victoria, es decir, la salvación de la patria. Otros bienes los juzga secundarios, bienes que sólo aparecen en las adversidades, como sufrir con resignación una grave enfermedad o el destierro. Otros hay, además, que el alma juzga indiferentes, ya que son más contrarios que conformes a la Naturaleza, como, por ejemplo, caminar discretamente o sentarse con modestia. Pues no es menos conforme a la naturaleza estar sentado que estar en pie o caminar.

37

Las dos primeras clases de bienes son distintas; pues los primeros son conformes a la Naturaleza, como, por ejemplo, gozar del amor de los hijos, de la seguridad de la patria, y los segundos van contra la Naturaleza, como, por ejemplo, resistir valientemente los tormentos y padecer sed mientras la enfermedad nos quema las entrañas.

38

«Pues, ¿qué? ¿Existe algún bien contrario a la Naturaleza?» En materia alguna, pero algunas veces va contra la Naturaleza aquello en que radica un bien. Porque estar herido, y consumirse entre llamas, y vivir afligido por una salud precaria, son cosas que van contra la Naturaleza, pero es conforme a ella mantener entre estos males un alma que no desfallece.

39

Para expresar brevemente lo que quiero manifestar, te diré que la materia del bien va alguna vez contra la Naturaleza, pero nunca el bien mismo; por cuanto el bien no puede existir sin la razón, y ésta sigue siempre a la Naturaleza. «¿Qué es, pues, la razón?» La imitación de la Naturaleza. «¿Cuál es el bien supremo del hombre?» Proceder conforme a la voluntad de la Naturaleza.

40

«No hay duda —me dices— que es una paz más venturosa la que nunca ha sido turbada por la conquista con sangre. No cabe duda que es cosa de mayor felicidad una salud inquebrantable que la que ha podido llegar a la seguridad entre enfermedades graves y amenazas de muerte. De igual manera es bien poco dudoso que la alegría es un bien mayor que un alma valerosa para sufrir los tormentos de las heridas y de las llamas.»

41

En manera alguna, pues, son las cosas que provienen del azar las que permiten grandes diferencias, ya que son juzgadas según la utilidad que reportan a los que las reciben. El propósito de todos los bienes es uno solo: templar la naturaleza, y esto es igual en todos. Cuando en el Senado seguimos la opinión de alguien, no se puede decir que uno sienta más que otro. Todos convienen en la misma opinión. Lo mismo digo de las virtudes: todas concuerdan con la naturaleza.

42-43

Uno muere adolescente, otro viejo; éste, infante, sólo ha podido vislumbrar la vida: todos éstos eran igualmente mortales, aunque la muerte permitiera pasar más adelante en la vida de unos, segase en flor la de otros o interrumpiera en otros los mismos principios. Tal individuo se ha muerto mientras cenaba; en este otro la muerte ha continuado el sueño; aquél se extinguió en el concúbito. Por delante de éstos los atravesados por el hierro, o los muertos por mordedura de serpientes ponzoñosas, o los aplastados por derrumbamientos, o los torturados, punto por punto, por prolongadas torsiones de nervios. Puede llamarse mejor la muerte de unos, peor la de otros, pero la muerte es la misma para todos. Son diversos los caminos por los cuales viene; es uno solo el término donde acaba. No existe una muerte mayor o menor, pues en todo el mundo rige la misma regla: acabar la vida.

44

Lo mismo te digo de los bienes: tal bien no se encuentra más que entre delicias; este otro sólo entre amarguras y tristezas; aquél frena el favor de la fortuna, éste doma las violencias de ella; ambos son igualmente bienes, por más que uno vaya por una vía llana y suave y el otro por una senda fragosa. De tal manera, todos tienen un mismo fin: todos son buenos, son loables, acompañan a la virtud y la razón; la virtud iguala todas las cosas que reconoce pertenecientes a ella.

45

No es menester que te maravilles de encontrar entre los nuestros esta doctrina. Para Epicuro son dos los bienes de que está compuesta la suprema felicidad: la ausencia de dolor en el cuerpo y de perturbación en el espíritu. Estos bienes, cuando han sido cumplidos, no crecen; pues, ¿de dónde provendría el crecimiento a aquello que ha alcanzado la plenitud? El cuerpo queda libre de dolor: ¿qué puede añadirse a esta ausencia de pena? El alma está en paz consigo misma y goza de serenidad: ¿qué puede añadirse a esta tranquilidad?

46

Así como la serenidad del cielo no podría recibir mayor claridad cuando brilla limpio de toda nube, así es perfecto el estado del hombre que atiende al cuerpo y al alma, teje su bienestar de ambas, y alcanza a calmar sus deseos si no padece ni de turbación en el alma ni de dolor en el cuerpo. Si de fuera te llegan algunas delicias, no aumentan su bien supremo, antes, por decirlo así, lo condimentan y lo hacen más deseable, ya que la felicidad absoluta de la naturaleza humana se contenta con la paz del cuerpo y del alma.

47

Te mostraré también en Epicuro una división de los bienes muy semejante a esta nuestra. Unos son los bienes que él prefería que le correspondiesen, como el descanso del cuerpo libre de toda molestia y el reposo del alma, jubilosa por la contemplación de sus bienes; otros son aquellos que, a pesar que preferiría no haberlos padecido, son alabados y aprobados por él, como aquellos de los cuales hablaba anteriormente, la falta de salud y el sufrimiento de dolores gravísimos, con los que vino a dar Epicuro en el último y más feliz día de su vida. Ya confiesa él mismo que sufre unas tales torturas de la vejiga y de las úlceras de vientre, que su dolor no tiene aumento posible, y, con todo, fue aquel día para él el día venturoso. Y vivir el día venturoso no es posible sino a quien ha podido alcanzar el bien supremo.

48

También, pues, en la escuela de Epicuro existen estos bienes que preferirías no tener que experimentar, pero que, si nos han sido aportados por la fortuna, es menester abrazarlos y alabarlos e igualarlos a los mayores. No cabe decir que no fuese un bien comparable a los mayores aquel que coronó una vida venturosa, por el cual diera gracias Epicuro con las postreras palabras de su boca.

49

Permíteme, oh Lucilio, el mejor de los hombres, que te diga una cosa aún más audaz: si algún bien puede ser considerado superior a los otros, yo pondría estos que parecen tristes delante de los que son delicados y suaves; yo llego a tenerlos por más grandes. Ya que es más grande quebrantar las cosas difíciles que templar las agradables.

50

Sé que es la misma razón la que hace aguantar con sensatez la felicidad y con fortaleza la calamidad. Puede ser igualmente fuerte quien vigila la empalizada del campamento no atacada por ningún enemigo y quien, rotas las junturas de las piernas, se pone de rodillas sin abandonar las armas; pero las aclamaciones de «Honor al héroe» sólo se dan a quien regresa, cubierto de sangre, del campo de batalla. Alabaré, pues, con preferencia estas virtudes laboriosas y fuertes y dignas de luchar con la fortuna.

51

¿Cómo podría yo tener ninguna duda acerca de si he de alabar más aquella mano de Mucio, mutilada y tostada en las llamas, que la del hombre más valiente bien intacta? Menospreciador de los enemigos y las llamas, permaneció en pie contemplando cómo su mano goteaba sobre el fuego enemigo, hasta que el propio Porsena, para dar gusto al cual padecía el héroe, envidioso de su gloria, dispuso, a su despecho, que se retirara el fuego.

52

¿Cómo dejaría de contar este bien entre los primeros, y tenerlo por tanto más superior a los bienes tranquilos y respetados por los dardos de la fortuna, cuando vemos que es cosa más rara vencer al enemigo con la mano perdida que con la mano armada? «Pues, ¿qué? —me dices—, ¿este bien te desearías?» ¿Por qué no? ¡Esto no podría hacerlo quien no hubiese sabido desearlo!

53

¿Por ventura tendría que presentar mis miembros a mis esclavos para que les hicieran masaje, o que una mujerzuela, o un hombre tornado mujerzuela, me desentumeciesen las falanges de los dedos? ¿Cómo no he de considerar más feliz a Mucio que manejaba el fuego como si alargase la mano a la delicia del masaje? Aquel hombre reparó cumplidamente su error: puso fin a la guerra desarmado y manco, y venció a dos reyes con aquella mano mutilada.

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